¿Cómo será la privacidad de datos en el mundo postcoronavirus? Los casos se multiplican mientras los países miran hacia fuera en busca de comparativas que ayuden a solventar el problema. Aunque las bondades de la globalización han permitido romper barreras culturales y económicas, esta máxima ha demostrado ser del todo ineficiente, replicando los problemas de cada nación al contexto en el que todas operan. Así sucede con la crisis medioambiental y las diferentes emisiones de gases contaminantes, con los flujos migratorios causados por guerras y crisis, y con los mecanismos de defensa ante una pandemia.
En 1918, cuando los países seguían aferrados al cultivo introspectivo de sus propios valores, los primeros indicios de la globalización ya sirvieron como polvorín para la Gripe Española. Aquel desastre dejó entre 50 y 100 millones de muertos, pero no terminó de dejar un aprendizaje homogéneo ni perpetuo. No lo hizo porque el fantasma vírico se interpretó como un peligro coyuntural. Con el paso de las décadas, los países se olvidaron de esta amenaza latente, enfocando sus esfuerzos en protegerse ante crisis financieras y sociales. Ahora, con perspectiva, el error parece evidente. Sin embargo, la tecnología ha puesto encima de la mesa una solución inimaginable entonces: los datos. Y también una barrera polémica: la privacidad.
En China, lo aprendido tras la crisis del SARS, que en 2003 dejó casi 800 muertos, permitió establecer mecanismos preventivos para la llegada del COVID-19. Las medidas aplicadas desde el Gobierno, semanas más tarde al primer brote del virus, han probado ser increíblemente eficientes. Pero entonces, ¿por qué no se replican desde Occidente? A la problemática dicotomía de salud-economía, se le une una segunda que enfrenta al bien común con el bien particular.
La cesión de libertades en pos del control y el seguimiento. Mientras en Estados Unidos el Gobierno arriesga la salud de la población presionando para acelerar los plazos y recuperar la normalidad, ante la mayor crisis laboral de su historia, en Europa tímidas iniciativas de cooperación privada y pública comienzan a cuestionar algunos de los principios más básicos de la democracia.
Para el filósofo coreano Byung Chung-Hal, la respuesta a la pandemia no es tan diáfana. Las diferencias entre Asia y países como España e Italia, no solo se explicarían a través del uso de los datos. “Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que les viene de su tradición cultural (confucianismo)”, explica en un artículo.
“Las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado. Y no solo en China, sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más estrictamente que en Europa”. Las medidas de seguimiento, por tanto, serían solo instrumentos adaptados a un contexto determinado. Extrapolar estas para buscar efectos similares en culturas distintas requiere cambios profundos.
“La conciencia crítica ante la vigilancia digital es en Asia prácticamente inexistente. Apenas se habla ya de protección de datos, incluso en Estados liberales como Japón y Corea”, añade. “Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos”.
Mientras tanto, en el Viejo Continente, la aplicación del Reglamento General de Protección de Datos en 2018 perseguía reforzar los derechos de los ciudadanos ante el uso de información privada. Aunque los líderes políticos sortearan sus diferencias, aunque se derrotaran los prejuicios que los países del norte de Europa profesan hacia los del sur, la articulación de un plan efectivo de choque implicaría soterrar la mentalidad que ha sostenido el consenso social entre naciones desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
“Todo parece indicar que la solución es global y requiere de una reformulación radical de las relaciones Norte-Sur, en el marco de un multilateralismo democrático, que apunte a la creación de Estados nacionales en los cuales lo social, lo ambiental y lo económico aparezcan interconectados y en el centro de la agenda”, sostiene la socióloga argentina Maristella Svampa. ¿Es posible dejar atrás la experiencia que ha abocado a Occidente a esta situación? No parece que el futuro vaya a acercar la aproximación de las sociedades asiáticas y occidentales hacia la tecnología, y por eso muchos ahora ven necesario encontrar un futuro que esté alineado con valores propios.
Los 186 casos que dejó el brote del MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio) en Corea[3] ayudaron a posicionar la Opinión Pública en favor de más flexibilidad en términos de privacidad. Aquella crisis demostró que el seguimiento y el aislamiento eran métodos mucho más efectivos para combatir la epidemia que la cuarentena. "Se demostró que los test son esenciales para controlar una enfermedad infecciosa emergente", argumenta Kim Woo-Joo, especialista en enfermedades infecciosas de la Universidad de Corea. El número de pruebas ha sido determinante, sí, pero solo gracias a los sistemas de rastreo amparados en la ley.
En 2015 y 2018 se sucedieron dos importantes cambios legislativos que dotaron al ejecutivo de mayor poder en situaciones de emergencia. El Ministerio de Sanidad se hacía con mecanismos para recopilar datos de los ciudadanos sin consentimiento expreso, y poder aplicar así un férreo control de propagaciones a costa de otras libertades. Ese sacrificio, no obstante, permitió, años más tarde, doblegar la curva del coronavirus más rápido que ningún otro país en el mundo.
En enero, cuando el confinamiento todavía quedaba lejos en Occidente, las autoridades de este país ya estaban publicando historiales detallados con los movimientos de cada ciudadano positivo en coronavirus. "Corea del Sur es una república democrática, creemos que un encierro no es una opción razonable", añade Woo-Joo. La respuesta real pasaba por no esperar a que los contagios llegasen a los hospitales. Semanas después, el Gobierno ponía en acción un plan para buscar y perseguir a cada infectado, para identificar los famosos trazos. Así fue cómo se pudo controlar el brote de la iglesia de Daegu, donde se detectaron cientos de casos antes de que la pandemia saltara a la esfera internacional.
¿Hubiera sido posible replicar algo similar en otros países? No sin romper acuerdos sociales. En ninguna sociedad Occidental se hubiera permitido que la competencia sanitaria exigiera a los ciudadanos los datos de uso de tarjetas de crédito y GPS del móvil para después compartirlo con las autoridades policiales.
“La proporcionalidad entre el bien común y la libertad personal es uno de los grandes dilemas en una democracia”, apostilla Manuela Battaglini, directora de Transparent Internet. “Aquí se daría el caso entre el bien común y la captación de ingentes cantidades de datos. Además, puede llevarnos a Estados que practiquen una vigilancia constante con la excusa de proteger a la población, cuando el fin último es el control”.
En Asia, sin embargo, las percepciones son distintas porque las experiencias también lo son, y el coste de oportunidad no es tan evidente a la hora de resolver un dilema de semejante complejidad. Según explica Chris Lee, investigador de la consultora 2e Digital Lab, en Corea “el gobierno investiga activamente para contactar con las personas que han estado cerca del nuevo caso positivo. Por ejemplo, puede acceder a circuitos cerrados de video para ver si una persona compartió ascensor con un paciente. A esa gente se la busca”.
El papel policial principal, no obstante, no lo ocupa el Estado. Son empresas privadas las que, a través de distintas aplicaciones, manejan grandes volúmenes de información relativas a desplazamientos y localizaciones. Allí CoronaNow, Corona 100 mm o Corona Alert, han ayudado al seguimiento de la pandemia. El Gobierno posteriormente solicita estos datos, y los comparte con distintas instituciones para articular medidas de aislamiento.
Y sí, es una solución efectiva. El problema se presenta a la hora de asegurar la confidencialidad de esa información. Un ciudadano nunca podrá saber si sus datos han sido empleados con otros intereses. De hecho, Europa y Estados Unidos ya se enfrentan a cuestiones similares sin nisiquiera haber alcanzado mecanismos de control tan estrictos.
En China se pagó el mismo peaje para implementar el código Aliplay Health en la ciudad de Hanzhou. Este sistema, desarrollado por el gigante de la electrónica Ant Financial en colaboración con el gobierno, y posteriormente aplicado a todo el país, obligaba a los ciudadanos a suscribirse a una suerte de wallet. A través de lectores de código QR instalados en calles y edificios, se leía la información de cada persona en esta app, que asociaba un color al nivel de peligro en base al nivel de salud del individuo.
La información, por supuesto, era compartida entre las autoridades policiales sin transparencia alguna. “El brote de coronavirus está demostrando ser uno de esos hitos en la historia de la propagación de la vigilancia de masas en China”, apunta la investigadora de Human Rights Watch, Maya Wang.
Mientras la obtención de una vacuna se continúa postergando, la improvisación de adueña de las decisiones que los líderes políticos enmascaran a través de la ciencia y lenguajes interesados. “El discurso bélico confunde y oculta las raíces del problema, atacando el síntoma, pero no las causas profundas, que tienen que ver con el modelo de sociedad instaurado por el capitalismo neoliberal, a través de la expansión de las fronteras de explotación”.
Ante la incertidumbre que tumba a las bolsas y dispara el desempleo, las soluciones de rápido efecto predominan en el argumentario de las instituciones, y las soluciones tecnológicas se asemejan a las aplicadas en Asia, pero con limitaciones de carácter legal, y eficacia cuestionable, a tenor de demografías diferentes y distribuciones poblaciones sujetas a la geografía.
En España, el Gobierno ya articula dos salidas basadas en la eficacia que han demostrado tener las tecnologías en el control y erradicación del virus. La primera consta de una app para el autodiagnóstico que cubrirá a aquellas Comunidades Autónomas todavía sin ningún software similar. En Madrid Coronamadrid, y en Cataluña StopCovid19 ya han permitido aliviar de forma importante las unidades de cuidados intensivos.
Ahora bien, esta nueva aplicación, capaz de geolocalizar a los ciudadanos gracias a los datos de compañías telefónicas colaboradoras, viene controlada por la Agencia Española de Protección de Datos. Consciente del debate en torno a la privatización de datos, la organización pronto salía al paso con un comunicado en el que aseguraban que solo podrán tratar la información “las autoridades públicas competentes para actuar conforme a la declaración del estado de alarma, es decir, el Ministerio de Sanidad y las Consejerías de Sanidad de las Comunidades Autónomas”.
Las empresas implicadas, por tanto, quedarían supeditadas al mandato de las instituciones. Pero al igual que sucedía, en menor dimensión, en Corea, el control absoluto será imposible de garantizar. “Las finalidades para las que pueden tratarse los datos son, únicamente, las relacionadas con el control de la epidemia, entre ellas, las de ofrecer información sobre el uso de las aplicaciones de autoevaluación realizadas por las administraciones públicas o la obtención de estadísticas con datos de geolocalización agregados para ofrecer mapas que informen sobre áreas de mayor o menor riesgo”.
La segunda solución ha pasado por un estudio de movilidad que el INE elaboró en colaboración con algunas operadoras nacionales, a semejanza del trabajo realizado con teléfonos en octubre de 2019. Tanto la efectividad de esta respuesta como de la previa todavía está en cuestión, pero lo que parece seguro es que la escasa garantía que ofrecen para unos ciudadanos cada vez más desencantados con las instituciones, y preocupados por el uso de sus datos, solo de podrá traducir en un énfasis de los comportamientos más reaccionarios y conservadores. ¿Hasta cuándo? La experiencia de Corea del Sur y China, países con diversas pandemias en su memoria colectiva, indican que la población de Occidente acabará adaptándose a este sacrificio.
A las reacciones exacerbadas fruto de décadas de dialéctica neoliberal, le seguirá la aceptación sustentada en factores empíricos. El virus remitirá, y entonces los gobiernos deberán decidir si se enfrentan a una desescalada legislativa, o si en cambio convierten la excepcionalidad en la nueva norma que permita a las sociedades enfrentarse a futuras pandemias. Así, la dicotomía salud-economía la habrá ganado la primera, y el juego de suma cero protagonizado por el bien común y la privacidad lo habrá conquistado el segundo.
En palabras de Svampa, “la pandemia del coronavirus y la inminencia del colapso abren a un proceso de liberación cognitiva, a través del cual puede activarse no solo la imaginación política tras la necesidad de la supervivencia y el cuidado de la vida, sino también la interseccionalidad entre nuevas y viejas luchas (sociales, étnicas, feministas y ecologistas), todo lo cual puede conducirnos a las puertas de un pensamiento holístico, integral, transformador, hasta hoy negado.” El ciudadano, por tanto, será más consciente del valor del grupo, mientras los gobiernos sacrifican idealismos, y las empresas compiten por nuevos espacios en una globalización “diferente”.
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