Europa sola no puede salvar al mundo del cambio climático: necesita ayuda de las demás potencias. En diciembre, la UE consiguió aprobar el objetivo de reducir las emisiones a cero en 2050. Y lo hizo por unanimidad, aunque Polonia asegurase que carecía de medios económicos para lograrlo y existiesen muchas dudas sobre las políticas que habría que poner en marcha en los próximos años.
Más concretamente, lo que no está claro es cuánto dinero va a haber que movilizar exactamente para facilitar la transición energética (los más preocupados son los países más ricos porque deberán contribuir más) o cómo se va a mitigar el impacto en estados donde la industria representa una porción sustancial del empleo y el PIB. Aquí hablamos sobre todo pero no exclusivamente de estados como Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia.
Al fin y al cabo, Alemania es uno de los diez mayores productores de carbón del mundo y Berlín protege su sector industrial negándose a elevar el objetivo de reducción de emisiones para 2030. Francia, mientras tanto, también tiene sus propios problemas: no quiere renunciar con rapidez a la energía nuclear de la que extrae más de la mitad de su electricidad.
Ambicioso y al mismo tiempo incómodo, el Green Deal se ha convertido en el eje del mandato de la nueva Comisión Europea. Así, Bruselas no solo aspira a la neutralidad climática para 2050, sino también a elevar los objetivos de reducción de emisiones para 2030 hasta el 50% o el 55%, algo que puede suponer un golpe durísimo para la industria en general y la automoción en particular.
Logística y transporte también se verían seriamente afectados y, para suavizar las consecuencias, Bruselas calcula que serán necesarios más de 260.000 millones de euros en inversión anual adicional de dinero público y privado desde ahora hasta 2030. De ese enorme manantial beberá, en principio, un fondo de 100.000 millones que ayudaría a las regiones más azotadas por la reconversión.
La envergadura del esfuerzo por coronar a la UE como la primera gran potencia neutral en emisiones de CO2 se entiende mejor si tenemos en cuenta los desafíos tanto interiores como exteriores a los que se enfrenta.
Para empezar, Bruselas impulsa grandes y dolorosas reformas justo cuando las economías comunitarias se enfrían y el populismo y el euroescepticismo entran en ebullición. El Green Deal puede exigir, como mínimo, el desembolso del 25% del presupuesto de la UE, la redefinición de muchas políticas de amplio consenso, el incremento del gasto público sobre todo entre los países ricos, el notable aumento de los impuestos entre una población que conserva las cicatrices de la última crisis y una fortísima reconversión en los estados que dependen de la industria.
Y todo ello un contexto condicionado por el Brexit y para el que el Fondo Monetario Internacional anuncia un crecimiento ínfimo en el Viejo Continente. La economía no avanzará, según sus previsiones, ni el 2% en 2020 y 2021.
Por si eso fuera poco, desde el año pasado el populismo cuenta con más de 200 representantes en el Parlamento Europeo y controla el 29% de los escaños. En las elecciones europeas, los populistas ganaron en tres de las cuatro grandes economías de la UE (Francia, Italia y Reino Unido) y la facción que gobierna, con amplísima mayoría, en Polonia cuestiona el cambio climático.
Merece la pena recordar que la mitad de la energía que consumen los polacos se obtiene con carbón y que este país, que se ha transformado en uno de los principales obstáculos del Green Deal, es uno de los diez mayores productores mundiales de este mineral.
Incluso si los miembros de su ejecutivo se reencarnasen en grandes defensores del recorte drástico de las emisiones de la noche a la mañana, tendrían muchos motivos para temer por sus puestos y mantener su promesa en las siguientes elecciones. La industria concentra casi un tercio del empleo del país y reemplazar el carbón por una fuente de energía más limpia catapultaría la factura eléctrica de la población. Más del 70% de la electricidad polaca proviene del carbón.
Otro desafío interior que subraya el enorme compromiso europeo de su lucha contra el cambio climático es, precisamente, que Bruselas se arriesga a debilitar gravemente el proyecto comunitario, porque apenas existe consenso sobre la forma en la que deben distribuirse los costes entre los países, las regiones, las empresas y los distintos colectivos sociales.
Esto, que parece un tema secundario, es lo que puede llevar al fracaso no solo al Green Deal sino también a algunos de sus promotores. Por ejemplo, Emmanuel Macron ha visto ya cómo se desplomaba su popularidad por sus medidas de transición energética, que explican buena parte de su enfrentamiento con los chalecos amarillos. ¿Qué ocurrirá cuando tengan que aumentar también la presión fiscal los líderes alemanes, italianos o españoles?
Al mismo tiempo, la elevación de los objetivos de emisiones para 2030 puede ahondar en la fractura que ya existe entre el Grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia) y el resto de la UE. Y lo peor es que sería solo la más obvia de una larga lista de divisiones muy debilitantes para el proyecto comunitario.
Mark Leonard, director del prestigioso think tank ECFR, estima que tan solo el 56% de los europarlamentarios apoya una transición energética rápida y que únicamente un tercio votaría a favor de imponer medidas duras contra las empresas más contaminantes.
Los retos internos de la UE, siendo fabulosos en intención e incluso sobre papel, palidecen cuando los comparamos con los externos. Entre ellos destaca, naturalmente, la necesidad de convencer a las grandes potencias mundiales de que se suban de alguna manera al carro europeo. Al fin y al cabo, China y Estados Unidos representan más del 40% de las emisiones mundiales de CO2, frente al 9% de los 28 miembros de la UE juntos.
Convencer a Estados Unidos parece misión imposible, al menos mientras Donald Trump siga en el poder. Como documenta en detalle el medio especializado ICN, el presidente americano no solo niega que exista el cambio climático, sino que ha iniciado el proceso para retirar a su país del Acuerdo de París y ha aprobado medidas específicas para favorecer al carbón, promover la extracción de combustibles fósiles y reducir los estándares de eficiencia de los coches.
Además, ha flexibilizado en más de 130 ocasiones la regulación federal para el sector energético y en enero anunció nuevos avances en esta dirección. Aunque la popularidad de Trump no es elevada y nos encontramos en año electoral, no está claro que no vaya a salir reelegido. Su apoyo entre la población ronda el 42% frente al 43% de su principal rival Joseph Biden.
Por el contrario, las negociaciones entre China y la Unión Europea para crear un frente contra el cambio climático ya están en marcha. El gran problema para Pekín es que la economía mundial se enfría y con ella su crecimiento y la demanda para sus productos.
Las consecuencias de su transición de un modelo basado en la industria a otro basado en los servicios se han sumado al impacto de la guerra comercial con Estados Unidos: el PIB chino no crecía tan poco desde hace casi 30 años. Para complicar aún más las cosas, su hambre de combustibles fósiles sigue siendo inmensa y creciente: China producirá el 40% de la energía que generen las nuevas centrales carbón en todo el mundo. Colofón más reciente: la crisis por el coronavirus ha golpeado de lleno a la ya caótica economía China y su onda expansiva se está notando en muchos países del mundo.
Pero conseguir el apoyo de China y Estados Unidos no es el único gran desafío. Por ejemplo, si los países fronterizos con Europa no la apoyan en sus objetivos de emisiones, muchas factorías, empresas y sectores podrían abandonar, sencillamente, el suelo comunitario e irse a contaminar a otro sitio. ¿Estarían dispuestos Rusia, Turquía o los países de Oriente Medio y el norte de África a impedirlo aunque eso perjudicara en el corto plazo a sus poblaciones?
Más allá del espesor de las dudas que se amontonan, lo que está claro es que Europa no puede permitirse el lujo ni de luchar sola y dividida contra el cambio climático ni de creer que, si lo hace, podrá recortar drásticamente las emisiones globales de CO2. Necesita, evidentemente, toda la ayuda que sea capaz de conseguir.