La economía del bienestar que se estableció en decenas de países por todo el mundo tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial no ha dejado de evolucionar en las últimas décadas. La aparición de nuevas tecnologías ha fundamentado el origen de una nueva realidad socioeconómica sustentada en la flexibilidad de procesos y ritmos, en el modelo gig y la economía colaborativa.
Es la llamada revolución digital la que ahora marca la tendencia a la que se acogen los millennials, los nacidos entre 1981 y 1996, para hacerse hueco en un mercado laboral notablemente anquilosado por la caída del saldo vegetativo y la crisis económica.
El pasado 2018 España cerró con 3.254.663 cotizantes dados de alta en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos (RETA), y de estos, 1,9 millones eran considerados como trabajadores por cuenta propia, tal y como se entiende a nivel conceptual.
Sin embargo, solo 1.790 del total de afiliados tenían menos de 30 años. De hecho, desde el pasado 2007, la cifra de jóvenes autónomos no ha dejado de decrecer debido a la precarización que sufrió el mercado tras la crisis financiera de 2008. La asociación entre millennials y modelo gig no es fruto tanto de una realidad material, como sí de una deducción de futuro basada en encuestas a implicados.
Ante la imposibilidad de replicar las trayectorias laborales de sus padres, los jóvenes se han visto empujados a adaptarse. Los motivos son en parte económicos, pero también aspiracionales.
De acuerdo con un estudio de Deloitte, el 84% de los millennials prefiere el modelo gig frente al modelo tradicional basado en contratos indefinidos y baja movilidad. Y lo cierto es que no sorprende.
Tan solo el 26% de estos creen que la situación económica de sus países mejorará durante los próximos años, y por ello se han apegado a una solución que responde a las nuevas posibilidades del entorno digital.
El 58% de los jóvenes apuesta por el freelancing para ganar más dinero, mientras que el 41% lo hace en pos de conseguir una jornada laboral más flexible, y el 37% pensando en conciliar mejor. Los millennials son una de las generaciones más ambiciosas de la historia en términos de intangibles, y ello ha permitido a la economía gig contar con una fuerza laboral creciente.
Claro que los jóvenes siguen queriendo comprarse una casa y hacerse con otros bienes de consumo duradero, pero sus metas han evolucionado como resultado de las constricciones económicas, adoptando prioridades más contextuales.
En Estados Unidos, atendiendo a cifras de un estudio de Pew Research Center, a un 57% de los millennials no les gustaría permanecer en el mismo puesto de trabajo de trabajo durante toda la vida. Este mismo porcentaje se invertía en el caso de los trabajadores de la Generación X (nacidos entre 1965 y 1980).
Ahora más de la mitad prefieren viajar y ver el mundo antes que adquirir una vivienda propia. Además, son más solidarios que generaciones anteriores, y hasta un 46% prima dejar un impacto positivo en sus comunidades que tener un hijo.
La globalización ha tenido algo que ver en ese cambio de mentalidad, aunque a diferencia de pasadas generaciones, la transición se cruza con las TIC y no con un evento de escala internacional capaz de conectar países y culturas.
“Lo más fascinante de la generación milennials es la ubicuidad de sus supuestos valores en todo el mundo”, apuntan Eddy S. Ng, Sean Lyons y Linda Schweitzer en “Managing the New Workforce”. A fecha de 2016, dicho efecto ya arrastraba en todo el mundo hacia el modelo gig, a más de 100 millones de jóvenes en edad de trabajar.
La economía gig había encontrado el espacio idílico para crecer, aunque sus orígenes se remontan a un punto mucho más concreto del globo, donde a principios de la pasada década, estaban apareciendo decenas de empresas tecnológicas emergentes: las startups se convertían en el hogar de la flexibilidad y la temporalidad.
La periodista Sarah Kessler cuenta en el libro “Gigged, the end of the job and the future of work”, cómo se dejó seducir por aquel nuevo modelo empresarial que tantas promesas ofrecía a la gente desempleada, y especialmente a los jóvenes sobrecualificados.
En Silicon Valley, la cuna de algunas de las startups más famosas de la historia como Facebook o Google, se había encontrado la solución endémica del desempleo. El modelo gig, traducido al español como “economía de bolos” por la práctica de los músicos y actores, se iba imponiendo alimentada por la inmediatez que ofrecía Internet, y por la conectividad de los teléfonos inteligentes.
Este nuevo enfoque se alimentaba de los autónomos tradicionales, pero se desmarcaba de todo lo conocido previamente por las herramientas con las que funcionaba.
Para entrar en la economía gig debías de estar altamente cualificado, capacitado para hacer frente a los objetivos tecnológicos de elevada complejidad que guiaban a las ambiciosas empresas de los aledaños de Palo Alto.
Si lo conseguías, pasabas a formar parte de un ejército de trabajadores online siguiendo la lógica del Mechanical Turk; encargos aceptados en la red a través de una suerte de bolsa de empleo digital regida por softwares especializados.
Las empresas se deshacían de todo coste de oportunidad a la hora de contratar, porque solo debían pagar las horas productivas. Por consecuente, la remuneración de los encargos era notablemente baja, y los freelances debían aceptar cargas de trabajo muy elevadas para reunir un salario digno.
El modelo tenía sus evidentes contras, pero los beneficios servían de miel para unos millennials en busca de flexibilidad y conciliación. Ahora aquellos que han crecido con la aparición de Internet, con el nacimiento de los primeros smartphones, y con la proliferación de las redes sociales, son quienes están mejor preparados para aceptar los retos de este contexto.
Las startups, por su parte, necesitaban contribuciones particulares de personas especializadas para resolver problemas. Pero no podían permitirse contratar a personal a tiempo completo. Esto último acabaría con su dinamismo y con la prospección de rápido crecimiento que estaba abriendo las puertas a pequeños emprendedores con escaso capital para desarrollar sus proyectos.
“La disponibilidad de freelances ha reducido enormemente el costo y ha disminuido las barreras para iniciar un negocio”, apostillan Kevin Yili Hong y Paul A. Pavlou en “Online labor markets: An informal ‘freelancer economy,’.
Uber, Glovo y otras startups construían sus negocios en torno a estas ventajas competitivas. “Con capital mínimo, un emprendedor con una idea puede ahora crear una pequeña empresa solicitando ayuda especializada en base a proyectos, particularmente recurriendo a plataformas como Upwork, Freelancer, o Catalant, donde pueden identificar rápidamente a los expertos externos”, añaden.
“Puede ser rentable contratar a este tipo de trabajador, tanto para empresas pequeñas como grandes, porque; en primer lugar, se utilizan plenamente -solo trabajan cuando hay necesidad de sus servicios-; y segundo lugar, porque las plataformas digitales agregan un conjunto global de freelances que pueden reducir costes de tareas particulares, y hacer más transparente la tarifa vigente”.
El ideal empresarial funcionaba sobre el papel, pero las consecuencias no tardaron en aparecer.
El descontento entre aquellos que participaban de este juego era elevado, y no parecía haber solución alguna. A diferencia del gremio de taxistas, el negocio de Uber, por ejemplo, no alimentaba de ninguna forma las economías locales.
Por su parte, el mechero de la herramienta de Amazon era inagotable, pero el desgaste psicológico y material de los autónomos no. En 2015 el economista Alan B. Krueger colaboraba con el exsecretario de empleo de Estados Unidos, Seth Harris, para crear la categoría de “trabajador independiente”; una salida que permitiría a las empresas ofrecer determinadas coberturas a los freelances sin atentar contra la particularidad del sistema.
Desde una posición puramente burocrática y conservadora, Alan Krueger tuvo en sus manos la posibilidad de actuar desde las sombras. De apegarse a la corriente del sistema para dejar que los mecanismos socioeconómicos siguieran replicando sus fallas más conocidas.
Su carrera, sin embargo, merece ser reconocida desde nuestra plataforma, “Pienso, luego actúo”; un lugar de encuentro para historias de personas que con sus acciones han conseguido cambiar el mundo a mejor. Lo merece por las contribuciones que hizo de forma altruista a las clases más desfavorecidas y necesitadas de Estados Unidos.
Krueger tuvo tiempo para teorizar sobre la generación millennials, pero también para trabajar primero junto al gobierno de Bill Clinton, y después para el de Barack Obama.
Mostrando siempre su lado más humanista, este economista dejó plasmado en sus libros “Temas de educación: Ensayos seleccionados” y “Desigualdad en América: ¿qué papel tienen las políticas de capital humano?”, sendas investigaciones sobre las externalidades positivas derivadas de una sociedad que apuesta económicamente por la educación de los niños más pobres.
A él se le atribuye la revolución de la credibilidad en el análisis empírico con usos de variables nunca contempladas, y también una inigualable labor humanista. Siempre trabajó para y por los estudiantes y los trabajadores con bajos salarios, mejorando notablemente sus vidas.
Su vocación pública le llevó a convertirse en un académico brillante, capaz de ayudar a los demás a través de políticas económicas empíricamente probadas. Le sacó brillo y esperanza a todo lo que tocó: progreso tecnológico educación, empleo, terrorismo —en “What makes a terrorist: Economics and the Roots of Terrorism” —, sociedad del bienestar, etc. Krueger se preguntó “¿Por qué no voy a poder?”, “¿Y si lo hago de otra forma?”, demostrando que la realidad se puede cambiar cuando tienes herramientas para ello.
Estudios e investigaciones apuntan en una misma dirección: el modelo gig seguirá creciendo durante los próximos años, convirtiéndose en un estándar para la generación digital mejor preparada de la historia.
Los millennials se han encontrado en una intersección cultural y económica sin parangón respecto a los últimos dos o tres siglos, pero está sabiendo reinterpretar el mundo para convertirlo en un lugar más justo. Y es que, hay motivos de sobra para alegrarse.
Las Naciones Unidas son conscientes de los retos que supondrá para las generaciones más jóvenes el constante dinamismo del mercado laboral, y por eso no han dudado en contemplar la cuestión en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, un plan de acción que nace del compromiso de los estados miembros para mejorar la vida de todos y todas, sin dejar a nadie atrás.
La revolución tecnológica, el big data, la inteligencia artificial, y todos los campos derivados, crearán nuevos empleos para los que la generación del milenio estará perfectamente preparada.
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