Negocio sostenible o moda: a la caza desesperada de las mascarillas


En poco menos de un mes dejó de ser un simple artículo para profesionales médicos y determinados grupos poblacionales, y se convirtió en la diana de empresas, gobiernos y especuladores. Junto a la COVID-19 y la crisis económica, las otras grandes protagonistas del 2020 han sido las mascarillas.

¿Cómo un simple trozo de tela ha escalado hasta el estatus que hoy ocupa? Durante los primeros compases del año se conjugaron ciertos intereses cruzados: los de los políticos, los de las corporaciones y sí, también los asiduos a convertir las necesidades y los periodos de recesión en oportunidades financieras de dudosa honorabilidad.

Se cocinó un cóctel de gran plusvalía para unos pocos y perjurio importante para el conjunto de la sociedad, debido especialmente al exceso de confianza que desde las instituciones sembró el terreno para la confusión, la descoordinación entre la comunidad científica y los responsables públicos, y la fuente principal del agiotaje: la ausencia de regulación en un nuevo mercado de bienes de primera necesidad.

Sin apenas competencia y con un potencial target formado por casi 47 millones de personas —toda la población española—, tanto particulares avispados como empresarios con negocios capaces de reestructurarse, e incluso proveedoras extranjeras sujetas a los intereses geopolíticos del Ejecutivo de su país, se vieron centrifugadas hacia la venta masiva de mascarillas.

En este artículo solo se recogen valoraciones económicas del fenómeno protagonizado por las mascarillas. Para consejos sanitarios de profesionales médicos o científicos aconsejamos acudir a las instituciones u organismos internacionales.

Una elasticidad condenada a la rigidez

El sábado 14 de marzo el Gobierno de España recurrió a un instrumento legal de emergencia inédito en la etapa democrática moderna: el Estado de Alarma. De un día para otro el movimiento ciudadano quedaba restringido a la cobertura de necesidades básicas, y la mascarilla se tornaba protección “indispensable” para salir de casa.

Cabe recalcar el adjetivo, pues difiere de una obligación legal. El artículo no era obligatorio sino “recomendable” y quedaba a expensas de las políticas privadas de cada establecimiento, y de la tan mencionada desde entonces “responsabilidad ciudadana”. Eso permitió que no todo el mundo se lanzara a comprar, pero no retrasó lo que ya era una explosión de la demanda.

Los proveedores, poco preparados para dicho fenómeno, se quedaron pronto sin existencias, y la oferta tuvo que ser limitada al ámbito sanitario. Si en marzo la demanda no siguió creciendo sin parar fue porque no existía la oferta necesaria para corresponderla. En su lugar comenzaron a aparecer mascarillas caseras que no alimentaban la especulación que llegaría en los siguientes meses.

Sin embargo, la poca flexibilidad que mostraba entonces la curva de la demanda ante la presencia de alternativas temporales, no tardaría demasiado en desaparecer por la respuesta —tardía— pero, respuesta al fin y al cabo, de la Administración.

A la escasez generalizada del producto y la postura coherente del Gobierno en pos de evitar el alarmismo entre la población, le siguió una reestructuración del sector privado para fabricarlo, y la llegada de cuantiosos lotes importados de China y otros países mejor posicionados en el comercio internacional.

Para mediados de abril, la oferta ya estaba preparada para responder a aquella demanda expansiva de semanas atrás. Ahora solo restaba solucionar el aspecto legal; y es que, sin una condición de obligatoriedad, los ciudadanos —especialmente los más escépticos— podían seguir rehuyendo la compra, o apostando por soluciones ajenas a requerimientos sanitarios.

Fue entonces cuando el cepo del Gobierno se aflojó y el acumulado científico sirvió como respaldo legislativo. A mediados de mes la Organización Mundial de la Salud rompía su ambigüedad prescriptiva, y ya en mayo, el Ejecutivo, guiado por los estudios científicos y el equipo técnico, publicaba la Orden SND/422/2020, por la que se regulan las condiciones para el uso obligatorio de mascarilla.

Ahora bien, el mercado había llegado ya a un punto crítico semanas antes.

Ataduras para el libre mercado

De 100.000 mascarillas diarias fabricadas antes del inicio de la cuarentena, se había pasado a más de 2 millones, también al día, producidas por tan solo 8 empresas. ¿Por qué ese oligopolio? Ante una de las mayores oportunidades de negocio del siglo, existían fuerzas contrarias ineludibles.

La primera, la especulación por la que se movían los proveedores internacionales, con precios inasumibles y un poder de negociación descomunal. Y la segunda, la posición del Gobierno como suministrador de nada menos que 700 millones de mascarillas entre el mes de marzo y abril, según datos de INGESA.

Durante la primera semana de febrero, de acuerdo con cifras de Fedifar, creció la demanda interanual un 8.000%, pero sorprendentemente ya no quedaba espacio en el mercado para nuevos jugadores. No al menos por los cauces legales que habían quedado definidos bajo requisitos técnicos de producto y sellos de garantía controlados.

Independientemente del surgimiento de un “mercado negro” sin capacidad de influencia sobre la curva de oferta, la escasa competencia y el contexto permitieron a las pocas empresas posicionadas —y en ocasiones obsequiadas con licitaciones— elevar el precio por unidad de las mascarillas sin temor a que eso influyera en la curva de demanda.

Se aludían motivos competitivos, costes de terceros y otras cuestiones empresariales que dejaban entrever una de las máximas del neoliberalismo: a más demanda, mayor precio. Existiendo cæteris paribus, los precios no se ajustaron hasta igualar la oferta con la demanda, sino que crecieron sin control impulsados por la inelasticidad de la curva y las particularidades del contexto.

Es decir, que el margen de compra para un consumidor era muy amplio, y las empresas podían seguir elevando el precio de la mascarilla a sabiendas de que continuarían vendiéndola. Y así, efectivamente, era, hasta que el Ejecutivo intervino el mercado para proteger el interés general de los ciudadanos y subsanar el desabastecimiento de las farmacias.

En abril, FACUA ya expresaba su descontento hacia la inacción del Gobierno por haber regulado tanto el precio en el sector de las telecomunicaciones como en el de las funerarias, ignorando la cuestión de las mascarillas. Su respuesta fue el reparto masivo de las mismas de forma pública, y el reclamado control de precios: del rango de 10-20 euros a una tarifa fija de 0,96 euros la mascarilla quirúrgica.

Las semanas siguientes estuvieron protagonizadas por la estabilización del mercado, la merma progresiva de la especulación, y la entrada de los supermercados como nuevos actores. Primero fue Carrefour, y después otras empresas como Alcampo, Lidle o Eroski.

Siguiendo los datos de Nielsen, cada semana se colocaban en estos establecimientos mascarillas por valor de 7,6 millones de euros. Una cuantía cocinada por el elevado volumen de ventas y por el mayor margen de beneficio que dejaban los modelos FFP2 o KN95 (de 1,50 a 3 euros la unidad).

No importaba ni que el Gobierno central y los autonómicos siguieran operando como compañías, porque estos negocios ofrecían dos elementos inéditos en todo el devenir del producto desde marzo: compra asumible y sin límites por un lado, y seguridad y garantías por otro.

Con ello se dotó de cierta elasticidad a la demanda —los consumidores podían elegir dónde comprar y descartar los productos a precios más elevados—, y se redujeron los réditos del oligopolio, pero al mismo tiempo se dibujó la solución para cientos de empresas y emprendedores castigados por la crisis.

¿Negocio sostenible o simple moda?

Con el final del Estado de Alarma y la posterior desescalada se regresó a un paisaje similar al visto en marzo. No obstante, ya ni existía escasez ni había dudas entre la población sobre su obligatoriedad y uso. Las mascarillas podían operar como un producto de consumo más, creciendo según la evolución de unas curvas algo más estandarizadas.

En mayo, según un informe de la consultora HMR, solo las farmacias vendieron 42,5 millones de unidades, con una equivalencia de 100 millones de euros. Si un individuo cumpliese con las recomendaciones gastaría 27 euros al mes en mascarillas higiénicas o 29 euros en quirúrgicas; una empresa con capacidad de producir 200 millones de unidades semanales —el estimado necesario para suplir la demanda— facturaría unos beneficios parejos a un IVA de 46,5 millones de euros cada 7 días.

No sorprende que, al desaparecer las restricciones, cientos de negocios con buenos referentes y con planes cocinados durante meses, se lanzaran a diversificar el mercado con tendencias, diseños y modas basadas en todo tipo de temáticas: política, corrientes artísticas, personajes ilustres, corrientes culturales, etc.

Las colecciones se multiplicaban y se consensuaba una idea entre los grupos empresariales: las mascarillas son rentables.

La duda sin resolver que ahora preocupa está relacionada con el futuro: ¿es un negocio sostenible? Históricamente, para diferenciar una moda de una tendencia se debía observar el pasado con cierta perspectiva. Estas protecciones, sin embargo, no llevan ni un año ocupando el papel tangencial que hoy ocupan.

Es difícil predecir cuánto tiempo tendremos que seguir usando mascarillas en espacios públicos, pero es altamente probable que uso se mantenga hasta el próximo año”, opina Ernesto Gozzer, profesor de la universidad peruana Cayetano Heredia.

A partir de entonces, la supervivencia del producto en los hábitos ciudadanos dependerá de su posicionamiento como rutina, del marco legal y de su incidencia cultural.

Que algunas marcas traten de convertir a la mascarilla en un complemento de moda textil responde a esa misma necesidad de separar al trozo de tela de su función sanitaria. Se trata de la estrategia con más garantías de éxito, frente a la posibilidad de que el producto se perpetúe en Occidente como el símbolo de protección y respeto que representa en China o Japón.

Desde Grecia y sobre todo en la Ilustración, la cultura occidental se ha focalizado en el individuo, y el rostro es la base ideológica de la identidad individual, de ese fuerte peso de la persona”, argumenta Carles Freixa, antropólogo de la Universitat Pompeu Fabra.

Otras culturas tienen un sentido más colectivo, más social, y por tanto el rostro no es tan importante, pero en la nuestra sí. Y ahora, la mascarilla nos homogeneiza”.

Así, el nivel de identidad colectiva que se alcance en España determinará el tiempo que los ciudadanos seguirán comprando mascarillas, al margen de leyes o reglamentos sanitarios. Y si existe consenso, aunque sea en solo una porción mayoritaria de la población, seguirá tejiéndose la presión de grupo que separa lo decoroso de lo indecoroso.

Se ha mostrado que algunos comportamientos que comienzan siendo fruto del miedo a las multas acaban generando hábito y manteniéndose mucho más allá”, añade el sociólogo del CSIC, Luis Miller. Ese “más allá” podría equiparar la ética del cigarrillo eléctrico, el estornudo en el antebrazo o el uso de pañuelos, al simple hecho de llevar una mascarilla en determinadas situaciones.

Eso sí, el peso de la vacuna en ese proceso de adopción será crítico: cómo y cuándo aparecerá, y si será lo suficientemente efectiva como para suprimir el coronavirus hasta un nivel suficiente como para no tener que recurrir a las mascarillas de manera asidua.

La socióloga de moda de la Universidad de las Artes de Londres, Anna-Mari Almila, cree que “dependerá en gran medida de cómo y durante cuánto tiempo la pandemia siga desarrollándose, mutando e influyendo en la vida cotidiana”. Dicho periodo seguirá dotando de solvencia y sostenibilidad a los negocios dedicados a la fabricación, venta y distribución.

¿Desmerece la incertidumbre el emprendimiento en torno a las mascarillas? Es imposible marcar una fecha para el fin de este fenómeno, cuando ni siquiera se sabe si acontecerá.

Tras la pandemia de la Gripe Española, esta protección no consiguió perdurar en las décadas inmediatamente posteriores, pero nadie puede predecir qué sucederá con un evento similar, en un mundo globalizado e hiperinformado.

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