La importancia de las cosas: este es el efecto psicológico que hace que valores algo por el hecho de que es tuyo


Los objetos que forman parte de nuestra vida son capaces de cambiar nuestra forma de pensar o de comportarnos, pueden modular la confianza en nosotros mismos, y tienen el poder de tornarse más o menos valiosos frente a nuestros ojos si detrás tienen una buena historia. Por eso llegamos a identificarnos con valores más conservadores por el simple hecho de llevar un bolso de Prada, como sugiere un estudio de la Universidad de Minnesota; o resolvemos más creativamente un problema si nos exponemos al logotipo de Apple, como ha señalado una investigación realizada por la Universidad de Duke; o somos más observadores si vestimos una bata de médico en vez de una bata de pintor, como han concluido en la Universidad Northwestern.

También, frente a una oferta cada vez más amplia y diversa de artilugios mercables, tendemos a otorgarle mayor valor no tanto a los que nos resultan más útiles o son más caros, sino a aquellos que consideramos representativos de nuestra persona. En definitiva, aquellos a los que nos unen un vínculo emocional o una historia que nos incumbe, como descubrieron los psicólogos Richard Thaler y Daniel Kahneman en su ya clásico estudio de 1991 Anomalies: The Endowment Effect, Loss Aversion, and Status Quo Bias (Anomalías: el efecto de dotación, la aversión a la pérdida y el sesgo de status quo).

Esta particularidad psicológica es universal, tanto a nivel geográfico como histórico y, además, parece exclusiva del ser humano. En definitiva, propicia que nuestras cosas se conviertan en algo más que un elemento físico: son partes de nosotros mismos.

Orígenes

Tal y como ha señalado el paleoantropólogo y conservador del Museo Americano de Historia Natural, Ian Tattersall, tenemos pruebas arqueológicas de hace miles de años que reflejan la importancia que le otorgaban nuestros antepasados a los objetos-. Es el caso, por ejemplo, del hallazgo las diez mil cuentas de marfil de mamut con las que estaban decoradas las ropas de dos cuerpos de niños de 28.000 años de antigüedad en Sungir, Rusia. Los primeros existentes que probablemente fabricó la humanidad, incluyendo los que tenían un carácter sagrado o religioso, se remontan a unos 90.000 años. Para poner en perspectiva esta cifra, basta recordar que la agricultura empezó a desarrollarse hace 10.000 años, el ser humano apenas comenzó a iniciar el principio de su desarrollo.

En el siglo XIX, en Gran Bretaña ya era posible comprar quinientos tipos diferentes de martillo. Y en prácticamente todos los pueblos del mundo, incluso aquellos que nunca han formado parte de las economías modernas, algunos objetos se han asociado con el lujo o la reputación. Es el caso del fenómeno del potlach, hallado en sociedades primitivas de Melanesia y Nueva Guinea, las regiones costeras del sur de Alaska, la Columbia Británica y el estado de Washington: un ritual en el que el buscador de estatus obtenía, donaba o destruía más riqueza que los rivales, tal y como explica el antropólogo Marvin Harris en Vacas, cerdos, guerras y brujas: «Podía intentar avergonzar a sus rivales y alcanzar admiración eterna entre sus seguidores destruyendo alimentos, ropas y dinero. A veces llegaba incluso a buscar prestigio quemando su propia casa».

Nuestra relación con las cosas materiales, pues, parece ir más allá de la simple utilidad. Nos gustan los objetos. Nos gusta que haya diversidad. Se utilizan para materializar nuestras supersticiones, demostrar cuál es nuestra reputación o qué nos distingue de los demás. No obstante, el efecto psicológico más interesante que nos une a las cosas seguramente sea que nos definen como individuos, como si éstos llegaran a formar parte de nuestro organismo.

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La pluma de Dumbo

A algunos les otorgamos, consciente o inconscientemente, propiedades que se encuentran íntimamente relacionadas con nuestra psicología. Al igual que una simple pluma era suficiente para dar confianza al elefante Dumbo a fin de que pudiera volar, el hábito puede hacer al monje en su sentido más fáctico. Por ello, las personas que visten con traje y llevan un portapapeles pueden llegar a sentirse más importantes, organizados y atentos. Y quienes visten una bata de médico prestan más atención a lo que ocurre a su alrededor que quienes optan por una bata de pintor, tal y como sugiere un estudio realizado por investigadores de la Universidad Northwestern.

Esto sucede por el simple hecho de que hemos asumido, por ejemplo, que los médicos necesitan ser más exhaustivos en su trabajo que los pintores. Por ello, también tenderemos a hacer más ejercicio si vestimos ropa de deporte.

En otro estudio, Louis Vuitton and Conservatism: How Luxury Consumption InfluencesPolitical Attitudes, a las mujeres a quienes se les pidió que llevaran un bolso de Prada acabaron por identificarse más con valores conservadores y capitalistas que con un grupo de control que recibió un bolso que no era de lujo.

Los objetos no solo adquieren estereotipos que nos influyen psicológicamente, sino que a ellos se adhieren nuestras emociones, como si fueran una impronta. El ejemplo típico sería el de un reloj o un colgante que nos ha dejado nuestra abuela ya fallecida. El objeto no reviste ninguna particularidad, más que el hecho de que nos recuerda a nuestra abuela y constituye un legado de su memoria. Otro ejemplo es un anillo de matrimonio, que nos parece distinto, único e irremplazable respecto a otro anillo idéntico. Así, de repente, un objeto que podría tener un precio bajo, adquiere un valor incalculable, aunque nada en su composición química haya cambiado en realidad.

Este aumento en el valor que le otorgamos a una cosa es mucho más generalizado cuando tiene lugar el llamado efecto dotación: la tendencia a considerar más valioso un objeto por el simple hecho de creer que es nuestro, aunque ni siquiera lo poseamos físicamente.

Efecto dotación

Los psicólogos Richard Thaler y Daniel Kahneman (premio Nobel de Economía de 2002) fueron los pioneros en un campo de estudio ya establecido llamado «economía conductual» que, recientemente, ha derivado en la neuroeconomía tras incorporarse el estudio de las bases neuroanatómicas y neurofisiológicas del comportamiento económico a través de la neurociencia.

Gracias a este corpus de conocimiento, empezamos a entender mejor por qué unos consumidores prefieren claramente unos bienes frente a otros o por qué están dispuestos a gastar más dinero en unos objetos objetivamente menos costosos que en otros más costosos. Tanto Thaler como Kahneman, en sus inicios, advirtieron que existía una especie de regla psicológica universal a propósito de estas cuestiones: si asumimos que una cosa es nuestra, entonces la consideramos más valiosa y, por extensión, más cara.

Este efecto, que más tarde se llamaría efecto dotación, fue identificado al entregar a un grupo de estudiantes un conjunto de simples tazas de café. A continuación, se les solicitó que las vendieran. Porcentualmente, la mayoría pidió más dinero por ellas de lo que nadie consideraba justo abonar. De alguna manera, al ser tazas de su propiedad, consideraron que eran más especiales que las vulgares tazas que percibían sus compradores potenciales. Abunda en ello Bruce Hood, profesor de Psicología del Desarrollo en la Sociedad del Bristol Cognitive Develpment Centre en el libro Las mejores decisiones, editada por John Brockman:

En cuanto creamos un vínculo con un objeto los valoramos más y lo recordamos mejor. Recordamos más los objetos que creemos poseer que los que poseen los demás. Les atribuimos más valor del que tienen y esa es una de las razones de que quien vende un objeto nunca reciba lo que pide por él porque le da más valor del que los demás están dispuestos a pagar.

También demostraron que si una persona tiene que vender una posesión por menos dinero que la que pagó por ella, vive una experiencia tan dolorosa que en su cerebro se activan los centros del dolor que al sufrir un daño físico, como un golpe en la espinilla.

El efecto dotación es uno de los más conocidos y estudiados del campo de la economía conductual. Parece que solo tiene lugar entre los seres humanos, aunque hay evidencias de que existen algunos signos de propiedad y de sobrevaloración de la comida en algunos primates, como los gorilas, los orangutanes y los chimpancés. En los seres humanos, sin embargo, el efecto es inequívoco, y tiene más que ver con una sensación extendida del yo. Es decir, que el objeto empieza a formar parte de uno mismo de una manera profunda, como pudiera serlo un brazo o una pierna: nos resulta vital.

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Nuestros objetos, nuestra identidad

En algunas tribus nómadas de África Central, donde no hay tanto sentido de la propiedad, parece que el efecto dotación es mucho menos profundo que en Occidente, donde se han llevado a cabo la mayoría de los estudios de economía conductual. Tampoco se han hallado indicios de efecto dotación en niños menores de cinco o seis años, lo cual propicia el debate sobre si estamos ante un efecto psicológico que se aprende a través de la cultura o nace espontáneamente a medida que se desarrolla el cerebro.

Sea como fuere, y a pesar de los matices socioculturales, la mayoría de nosotros experimentamos la extensión del ego por medio de artilugios, como ha estudiado ampliamente el psicólogo del marketing Russell Belk. Por esa razón, los expertos en marketing pueden explotar este efecto en el consumidor promedio forjando marcas de calidad que se perciban no solo como símbolos de estatus social, sino como una extensión de lo que somos o de lo que queremos transmitir a los demás.

De este modo, vestir una determinada marca puede ser una forma de describirnos en sociedad. Cuando Apple nos permite mostrar el logotipo de su manzana mordida en todos sus productos, estamos transmitiendo nuestros valores del mismo modo que lo hacemos al exhibir una chapa en nuestra chaqueta en la que se lee un mensaje reivindicativo. El objeto deja de ser así un simple objeto y forma parte de nosotros, de nuestro universo, de nuestro sistema de valores, de nuestras ideas hasta el punto de que estamos dispuestos a pagar más por él, porque adquiere de repente más valor. Pero también porque su mera existencia, al completarnos, influye en nuestro modo de percibir el mundo: por ello, los experimentos de Gráinne M. Fitzsimons, publicados en el año 2008 en el Journal of Consumer Research, sugieren que las personas que se exponen al logotipo de Apple, un paradigma de la creatividad, también tienden a ofrecer soluciones más imaginativas a un problema teórico; al contrario que las personas que son expuestas al logotipo de la compañía rival, IBM.

El neurocientífico Read Montague, director del Laboratorio de Neuroimágenes del Baylor College of Medicine de Houston, también demostró en un estudio de 2004 que las personas que hacen una cata a ciegas de Coca-Cola y Pepsi suelen preferir este último Pepsi, pero prefieren Coca-Cola si la degustación se lleva a cabo con las marcas al descubierto. Como si la mera exposición de la marca alterase las propiedades organolépticas de la bebida.

Russell Belk también ha manifestado que las posesiones ayudan a las personas mayores a lograr una sensación de continuidad y de preparación para la muerte porque tienen el papel de otorgar un sentido al pasado. Para demostrarlo, la profesora de psicología de Harvard Ellen Langer condujo a un grupo de hombres de cierta edad de Nueva Inglaterra a un antiguo monasterio de New Hampshire. Era 1981, pero el monasterio había sido readaptado para que uno sintiera que allí estaba de nuevo en el año 1959, una época en que los participantes eran más jóvenes, más fuertes y más saludables. Antes y después de aquella experiencia, todos se sometieron a un chequeo médico completo que evaluó sus constantes vitales, incluyendo la visión, el oído, la memoria y la flexibilidad.

Tras haber estado en contacto con aquellos objetos de su época, la mayoría tendió a mejorar su postura al caminar, así como se observaron pequeñas mejoras en otros ámbitos, como la memoria.

Los objetos, pues, están compuestos de una argamasa de ideas y emociones que se transfieren a la psique del consumidor, cambiando así la percepción que tiene del mundo, de sí mismo y del propio objeto que obra el conjuro. Por esa razón, las tiendas donde venden talismanes, piedras de la suerte u otros fetiches tienen mucho más sentido del que parece: no hacen que la tienda sea el epicentro del optimismo o que su dependiente sea la persona más venturosa del planeta, sino que preparan el cerebro del consumidor para dejarse arrastrar por el relato que hay detrás de ellos. Tal vez cambiando su suerte, o más bien la confianza en relación a la misma. Como la pluma de Dumbo.