Había sido un fantasma latente durante años y el coronavirus lo ha despertado trayéndolo directamente a la primera línea de debate. ¿Están las empresas preparadas para el fin del dinero en efectivo? La pregunta no es baladí, y existen casi tantos argumentos a favor como en contra de un suceso que cambiaría para siempre la misma base del sistema capitalista.
Cuando en el siglo VII el rey Giges del reino de Lidia (actual Turquía) decidió acabar con el trueque creando el electrum, sabía que su decisión reconfiguraría la distribución de la riqueza. Algunos comenzarían a acumular y otros a depender. La historia de la Humanidad cambió por completo a causa de esa decisión.
En 2020 no se atisba un cataclismo de dimensiones similares, pero sí se comienza a perfilar un posible futuro en el que el sistema económico se enfrentaría a problemas de imposible solución. Retos que obligarían, no a adaptar, sino a deconstruir y caminar en paralelo.
España cedió las competencias monetarias al Banco Central Europeo cuando decidió integrarse en la Unión, y ya no tiene la potestad para imprimir billetes a voluntad. Es decir, que el Estado ahora solo se encarga de mover el dinero, y en ese ejercicio, la búsqueda de un equilibrio sostenible es el que condiciona todas las políticas de corte económico y social.
No sorprende que la aparición de una Proposición no de ley en el Boletín del Congreso para canalizar el fin del dinero generara tal revuelo en el debate político nacional el pasado mes de abril. La regulación de este fenómeno se ampararía en una postura preventiva frente a tendencias irrevocables que conducen a la misma situación. Exactamente el mismo incentivo que movió primero a Giges y después a Aliates.
Sin embargo, a diferencia de la respuesta necesaria de lo público para mediar en las carencias del sistema de trueque, en la actualidad no existe un consenso generalizado en torno a la materialización del hecho. Ni todas las instituciones ni todos los expertos creen que el invento de Alfred Bloomingdale y Frank McNamara vaya a tumbar el invento del reino vasallo de Frigia, pese a existir motivos para pensarlo.
“La industria de medios de pago y el sector bancario y la industria tecnológica que rodea al sector financiero han abierto esa expectativa por intereses comerciales”. El exbrócker Brett Scott no cree que el metálico vaya a desvanecerse a causa de la resiliencia del sistema financiero actual, y apunta a un motivo ulterior de máxima necesidad por parte de las administraciones, más que a una voluntad política con trasfondo solidario.
“La batalla del efectivo hay que entenderla como una estrategia para proteger al capitalismo de sí mismo y de nuevos capitalismos. Se trata de parar algo que se está haciendo mal y que nos puede llevar a un mundo peor”.
Desde un punto de vista teórico, el enfrentamiento entre los agentes “prodinero” y los agentes “antidinero” no sería más que un choque del viejo modelo contra el nuevo modelo. “La campaña a favor del uso del dinero no quiere un cambio radical, solo desea mantenernos en el capitalismo de siempre para que el capitalismo de vigilancia tome el control absoluto”.
Tanto Scott como otros expertos aluden al maniqueísmo marxista para explicar el fenómeno, pero ¿es tan sencillo? La postura más pragmática podría ser la que permita entender por qué ha aparecido ahora la sombra del fin del dinero, y cuáles serían sus efectos más reales sobre las empresas.
A diferencia de la crisis financiera de hace una década, en la que creció el uso del dinero en efectivo por la desconfianza hacia las entidades bancarias, la recesión provocada por el COVID-19 no está causada por los agentes financieros. De hecho, existían motivos de peso ya en marzo para sustentar el movimiento contrario; el descenso de los movimientos en metálico.
“La crisis de 2008, por ejemplo, surgió por productos financieros ligados a este sector, y eso hizo que la gente se fiara menos del sistema bancario y volviera la mentalidad de que el dinero estaba más seguro en casa que en un banco”, explica Juan Carlos Gázquez-Abad, profesor de la UAL. Era una reacción ciudadana vista ya en otras tantas ocasiones durante el siglo XX.
En momentos de incertidumbre económica o de guerra, la población retiraba el dinero de los bancos para guardarlo “debajo del colchón”. Los inversores, por su parte, acudían al valor refugio del oro.
Durante la pandemia, en cambio, el enemigo principal a batir está siendo el contacto físico, y en un primer momento se apuntó directamente a billetes y monedas como posibles transmisores del virus.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) no tardó en desmentir tal suposición, tratando de evitar acrecentar una tendencia creciente. “NO hemos dicho que el dinero en efectivo estuviera transmitiendo el virus”, matizaba la portavoz Fadela Chaib a MarketWatch. “Fuimos malinterpretados”.
El mensaje, sin embargo, no llegó a todo el mundo. De acuerdo con datos del neobanco N26, la retirada de efectivo cayó durante el mes de marzo en España un 68%, y se mantuvo creciente durante todo el Estado de Alarma, cuadrando incluso con la decisión de algunos establecimientos de no aceptar el pago de compras en efectivo.
En esa misma línea, Bankia estimaba que la caída durante el primer mes de confinamiento rondaba el 50%, y CaixaBank apuntaba al 60%, con un incremento del uso del plástico del 42,9% para pagos en supermercados. Ahora bien, esta revolución no era nueva de la pandemia.
Las cifras del Banco de España reflejan que, durante el primer trimestre de 2020, cuando la curva de contagios todavía no se había acelerado, el pago con tarjetas ya superaba el millón de operaciones. 1,1 millones de pagos en terminales TPV y casi 36.900 millones de euros; cifra un 7,64% superior al mismo periodo del ejercicio anterior.
Al mismo tiempo, las retiradas en cajeros caían un 17,72% y en dispositivos un 9,26%. Los porcentajes proseguían sus caminos durante la primavera, y forzaba al comercio de proximidad a aceptar pagos con tarjeta, a algunas compañías de transporte a eliminar la posibilidad de pagar con metálico, y a los grandes establecimientos a ampliar el límite de 20 euros que se exigía para la introducción de PIN en la TPV, hasta los 50 euros.
De ahí que, según CNMCData, el e-commerce registrara un crecimiento interanual del 24,7%, hasta los 48.800 millones de euros. “Esta crisis, y el mundo y la economía que van a resultar de ella, van a acelerar el papel cada vez más irrelevante que en el futuro va a tener el dinero en efectivo”, apostilla Gázquez-Abad.
El académico se apoya en una realidad constatada a nivel nacional e internacional. El 2019 se cerró en España con 4.536 millones de transacciones con tarjeta por valor de 161.343 millones de euros. Lo que supone las cifras más altas de toda la serie histórica recopilada por el BdE desde el año 2002.
A tenor de los datos, la clase política no se ha quedado al margen en los últimos años. El grupo socialista proponía en 2019 ya, con una proposición no de ley, reducir el límite legal de pagos en efectivo de 2.500 a 1.000 euros.
Se atisbaba una cierta consciencia del posible fin del dinero en efectivo, pese a que todavía el 84% de los pagos en España se siguen haciendo con metálico.
Un año después, respaldados por el punto de inflexión ocasionado a raíz de la cuarentena, el debate se reactivaba con un nuevo anteproyecto, esta vez más consistente y detallado. Se trataba de una propuesta que abogaba por “la eliminación gradual del pago en efectivo, con el horizonte de su desaparición definitiva”.
El texto no incluía ni fechas ni cifras, pues trataba de medir la temperatura a un posible articulado más firme y decidido.
En tan solo unos días, el Banco Central Europeo intervino en la discusión cada vez más acalorada de la cámara, asegurando que no se puede eliminar el uso del dinero en efectivo. Aludían a la libertad de elección y a la brecha digital. “Es el único medio de pago que permite a los ciudadanos realizar transacciones líquidas e instantáneas sin tener que pagar tarifas por el uso de este medio de pago”.
Ya en 2019, cuando se trató de reducir el limite de la cuantía a pagar, la institución respondió justificándose con que “dificulta la liquidación de transacciones legítimas y pone en peligro el concepto de moneda de curso legal” reflejado en el tratado de la Unión Europea.
Este sentir es similar al que mantienen empresas y economistas españoles. “Lo lógico es que, con el tiempo, el dinero en efectivo termine desapareciendo”, explica Antonio Pedraza, presidente de la Comisión Financiera del Consejo General de Economistas. “Es inevitable, pero las pautas no las podemos marcar nosotros de forma independiente al resto de Europa”.
La necesidad de un modelo híbrido solo sujeto a cambios de tendencia naturales también responde a los efectos que tendría el fin del dinero físico en términos de competitividad. Los pros y contras manejados, no obstante, refieren principalmente a las consecuencias sociales y fiscales dentro de la península.
Incentivar sí, prohibir no. Un estudio de Mastercard revela que en 2019 todavía había un 40% de negocios sin TPV disponible. Desde ahí, el cambio de tendencia es progresivo y respaldado por la postura conciliadora que defienden los responsables empresariales.
“Los negocios están preparados para el cambio”, añade Pedraza. “Casi cualquier tienda o bar tiene TPV. Y si no lo tiene, debería adaptarse porque es la tendencia natural de las cosas”. Esto requiere tiempo y esfuerzo, puesto que todavía existen aristas de tipo ético por pulir.
Bajo el criterio de la FETTAF, de hacerse real el fin del dinero físico, las empresas “pasarían a estar obligadas a pagar comisiones a las entidades financieras por el mero hecho de desarrollar su actividad”.
Es decir, que tanto negocios como particulares pasarían a depender de la responsabilidad privada y las políticas de uno u otro banco; la libertad de decisión sería sustituida por un monopolio alimentado por una confianza social forzosa.
¿Qué pasaría si todas las entidades quiebran? Los efectos del “corralito” vivido en Argentina a principios de siglo serían generalizados e inmediatos. A lo que hay que sumar la aparición de una suerte de “Gran Hermano”, en eco con el intento de control de datos del que algunas de las gigantes tecnológicas como Facebook o Google ya han sido acusadas.
“Nuestro banco sabría dónde desayunamos, qué periódico compramos, a qué espectáculos asistimos, de qué marca nos vestimos, cuál es nuestra cadena de supermercado preferida…”, opina Gázquez-Abad.
Con la desaparición del metálico, gran parte de el valor que representan las monedas y los billetes declarados se traspasaría a las entidades. “Los bancos verían aumentar su liquidez y ganarían poder de negociación frente a los clientes, en lo que se refiere al cobro de servicios y comisiones”.
Las empresas tendrían muchos más problemas para encontrar financiaciones asumibles, y estarían expuestas a injerencias externas provenientes del sector financiero. Poco a poco, el oligopolio de las entidades se iría extendiendo a prácticamente todos los ámbitos de la economía.
Si en 2020 el dinero en efectivo sigue siendo predominante es, en parte, por la decisión voluntaria de millones de personas, pero también por la incapacidad de adopción de parte de la población.
Según cifras del Instituto Nacional de Estadística, en España el 19,4% de la población tiene más de 65 años. En su mayoría son individuos con escasas habilidades digitales, que no saben cómo manejar en el mejor de los casos no se atreven a realizar compras por Internet, y que en personas muy envejecidas se traduce en incapacidad para controlas sus cuentas sin facturas y cartillas físicas.
Un informe de BBVA Data & Analytics ya reprobaba en 2018 que son los menores de 35 años, los Millennials y los Centennials, los que realizan el 80% de las transacciones con tarjeta, y no los ancianos y las personas dependientes.
Para Joan Torres, responsable de la Federación Española de Asociaciones Profesionales de Técnicos Tributarios y Asesores Fiscales, esa brecha digital se traduciría en que las empresas “podrían perder a muchos clientes mayores que todavía no están adaptados a estas tecnologías”. Efecto que se agravaría en las zonas más rurales del país, donde las tradiciones analógicas están aún más ancladas.
A esta barrera por edad se le sumaría la zanja por pobreza. “Una de las dificultades es la brecha digital, además de las personas en riesgo de exclusión financiera, que son quienes no pueden tener acceso a tarjetas o relaciones con entidades bancarias, o no quieren tenerlas”, añade el profesor de la UOC, August Corrons.
Así, el fin del metálico aumentaría inevitablemente el nivel de pobreza de los más desafortunados, y también de los más delictivos. Lo obtenido por eliminar de facto la economía sumergida —el 24,6% del PIB, o 90.000 millones de euros— no sería equivalente a lo que se mueve actualmente fuera del rastreo del fisco, ya que muchas actividades ilícitas dejarían de generar ingresos.
¿Qué sucedería con esos millones de ciudadanos? Los expertos dudan de la capacidad del mercado para absorber tal demanda de empleo, lo que equivaldría a más paro y más gastos en partidas a la Seguridad Social. “El efectivo da lugar a falta de rastreo de dinero, lo que facilita operaciones ilícitas, y ese punto es el que hace pensar que no es tan fácil de eliminar porque a determinados colectivos les conviene que exista”.
Se deduce, por ejemplo, que los 1.300 millones de euros generados cada año por la narcoeconomía saldrían del país junto a otras grandes fortunas expulsadas por las restricciones y la pérdida de competitividad dentro del territorio europeo.
Luchar contra la realidad es contraproducente, y tanto académicos como políticos apuestan por acompañar al cambio con medidas adaptadas a las necesidades de cada momento. Alternativas a la eliminación del dinero en efectivo no faltan.
“En España tenemos una suerte de bipolaridad, ya que somos uno de los países de Europa que más utilizamos el efectivo para pagar las compras, pero al mismo tiempo somos el que tenemos el mayor nivel de débito automatizado a través de las domiciliaciones de los pagos mensuales”, apunta la economista Verónica López Sabater.
Siendo así, pese a que el fin del dinero en efectivo todavía es incierto, el país sería un terreno idóneo para la maduración del modelo híbrido reforzado en los últimos años por distintas tecnologías. De hecho, la relajación en las medidas de seguridad por la crisis ya está empujando al usuario a retomar los hábitos de principios de año.
“Cuando el COVID-19 pase, volveremos a usar el efectivo como lo hacíamos antes”, asegura Santiago Mínguez, profesor de Esade. “Porque a pesar de los cambios de estos meses, el verdadero cambio de tendencia en la disminución del efectivo lo marcará el relevo generacional”.
Serían los ciudadanos que ahora tienen menos de 30 años los que en el futuro marcarían el punto de inflexión para el uso del metálico a través de las criptomonedas y a sistemas de pago modernos; Bizum, Paypal, NFC.
“Cada vez habrá más jóvenes que quieran pagar con criptomonedas (monedas digitales), por ejemplo, con bitcoins”, añade. “Tiene ventajas en eficiencias y en reducción de costes, porque los intermediarios serán muy inferiores a los que existen ahora por pagar con tarjeta.”
En septiembre de 2019 entró en vigor la Directiva PSD2, que obligaba a todos los bancos europeos a dejar de regirse por la PSD (Payment Service Directive), y comenzar a utilizar la autenticación en dos pasos (2FA). Se acababan las farragosas pasarelas de pago y se aumentaba la seguridad de los pagos a través de apps digitales.
“Con esta directiva se introduce la SCA (Strong Customer Authentication), que obliga a autenticar a la persona que realiza el pago mediante tres maneras posibles, de las que se tienen que asegurar dos de ellas”, explicaba el vicepresidente de Mitek Iberia y Latam, Xavier Codó.
Durante la próxima década académicos, expertos y políticos seguirán refrendando reestructuraciones y teorías en favor de la optimización de lo digital. Que de la modernidad emane el fin del metálico es una posibilidad que no se puede descartar. En Yoigo Negocios estaremos preparados para ello, y si tú también quieres estarlo no dudes en visitar nuestra web o llamar al 900 676 535.