La aparición del órgano Hammond contribuyó a que la música en las ceremonias religiosas no fuera algo exclusivo de las antiguas catedrales europeas. Gracias a este instrumento, las jóvenes iglesias surgidas en Estados Unidos, muchas de ellas con pastores y fieles afroamericanos, pudieron interpretar y desarrollar su propio repertorio sacro.
No obstante, esas canciones se secularizaron y comenzaron a interpretarse fuera de los templos por parte de artistas cuyas vidas poco ejemplares no eran precisamente afines a los preceptos religiosos. Cuando eso sucedió, esos músicos también se llevaron consigo el órgano Hammond que, de ese modo, entró en los clubes de jazz a pesar de las reticencias de su fabricante.
Ese novedoso instrumento había sido creado por Laurens Hammond, inventor estadounidense nacido en Evanston, estado de Illinois, en el año 1895. Hijo de un banquero, Hammond disfrutó de una cómoda posición económica que le permitió cursar estudios en el campo tecnológico y desarrollar con el apoyo de su familia diferentes inventos.
Entre ellos destacaron un sistema de cine en tres dimensiones con gafas de acetatos bicolor y un motor que, en una época en la que el flujo de electricidad no era constante debido al precario desarrollo de esa novedosa energía, giraba siempre a la misma velocidad independientemente de que se produjeran variaciones en el suministro.
Gracias a esa particularidad, que permitía un funcionamiento constante de los aparatos en los que se incorporaba dicho motor, Hammond fundó la Hammond Clock Company y comenzó a producir relojes con muy buena aceptación por parte de los consumidores.
Sin embargo, la crisis de 1929 provocó el cierre de la compañía y el empresario tuvo que reenfocar su actividad como inventor.
Entre los proyectos que desarrolló se encontraba una mesa para jugar al bridge con un mecanismo que repartía las cartas de manera automática y una flauta eléctrica, que no se comercializó como un instrumento profesional sino como un juguete.
A pesar de esos nuevos productos, a Hammond no se le iba de la cabeza un descubrimiento que había realizado en su etapa como fabricante de relojes. Por entonces, el inventor descubrió que, cuando se hacía girar rápidamente las ruedas de esos aparatos, generaban sonidos que podían ser afinados según las notas de la escala musical.
Si a ese mecanismo se le pudiera incorporar un dispositivo que activase cada una de esas notas, por ejemplo, un teclado, el resultado sería un órgano electrónico menos aparatoso que los convencionales y considerablemente más barato.
El 24 de abril de 1934, Hammond solicitó la patente de su órgano electrónico. La idea resultaba tan novedosa que, antes de comenzar la producción, se recibieron más de 14.000 pedidos, seis de ellos realizados por el mismísimo Henry Ford.
Admirado por la innovadora idea, el conocido industrial estadounidense llegó a proponerle a Hammond que se asociaran, lo que hubiera resuelto los problemas de la financiación inicial de la empresa en esos primeros momentos de actividad.
Consciente del potencial de su creación, el inventor prefirió declinar la oferta y seguir adelante en solitario.
Un año más tarde, ya estaba listo el primer prototipo del órgano Hammond. Se trataba del Modelo A, que constaba de dos teclados de cinco octavas, una pedalera de bajos y un pedal de expresión para modular el volumen con el pie. Poco después, comenzó la producción de las unidades y más tarde las entregas de los pedidos.
Sin embargo, cuando los clientes recibieron su unidad, muchos de ellos estallaron en cólera. Según ellos, Hammond había prometido un instrumento que era como un órgano de tubos, pero lo que recibieron fue un elegante mueble de madera que no tenía tubos por ningún lado.
La indignación fue tal, que esos consumidores descontentos demandaron a Hammond para obligarle a dejar de utilizar en su publicidad el término «órgano».
Como parte de su defensa, el inventor propuso hacer una prueba a ciegas entre un costoso órgano de 75.000 dólares (unos 61.000 euros) ubicado en la capilla Rockefeller de la Universidad de Chicago y su órgano, de apenas 260 dólares (alrededor de 204 euros).
La comisión de expertos no pudo diferenciar uno de otro y, a partir de entonces, Hammond pudo utilizar sin restricción alguna la denominación «órgano» para vender sus creaciones.
La calidad de los instrumentos Hammond era tal, que los teatros, los estadios de béisbol no tardaron en sumarse a las iglesias como clientes de la marca, que también llamó la atención de músicos consagrados como Fats Waller, Count Basie y Wild Bill Davis, quienes comenzaron a utilizar estos órganos en sus grabaciones.
Hasta ese momento y por motivos obvios de disponibilidad, envergadura y precio, los músicos no académicos casi no tenían acceso a un instrumento como el órgano y, por tanto, apenas era utilizado en el jazz.
Sin embargo, todo eso cambió con la aparición del B3, un nuevo modelo de Hammond de apariencia similar al Modelo A, al que se le podía sumar un peculiar accesorio que mejoraba su sonido considerablemente, pero que tampoco fue del agrado de Hammond: el altavoz Leslie.
Desde la primera vez que lo escuchó, Donald Leslie quedó asombrado con el sonido de los productos Hammond. Sin embargo, consideraba que aún era posible enriquecerlo incorporándole un aparato inventado por él al margen del creador original.
Dicho artefacto, llamado Vibratone pero popularmente conocido como Leslie, era un altavoz formado por varias bocinas colocadas en un rotor que podrían permanecer estáticas, girar lentamente o hacerlo a gran velocidad.
Mientras que la primera posición respetaba el sonido original creado por Laurens Hammond, la segunda y la tercera aportaban un vibrato especial que proporcionaba al órgano más versatilidad, le daba mayor expresividad y aportaba nuevos matices.
No obstante, todas esas novedades no gustaron a Hammond. Empeñado en posicionar su creación en el sector litúrgico, en el del repertorio clásico o en el de la música popular para toda la familia, encarnada en la organista Ethel Smith, consideraba que vincularse al mundo de los clubes de jazz podía resultar contraproducente e inmoral.
Tanto es así que, cuando Leslie propuso que se asociasen para producir órganos y altavoces, Hammond no solo se negó, sino que puso a sus abogados a trabajar para impedir que el accesorio fuera comercializado.
A pesar de sus intentos, la justicia no atendió sus reclamaciones y permitió que Leslie siguiera vendiendo sus altavoces, cuyo mueble fue diseñado imitando a los órganos para que mantuvieran una coherencia estética.
Finalmente, la aceptación por parte de los músicos del accesorio fue tal que, Leslie apenas tuvo que hacer inversiones en publicidad pues, por cada órgano que servía Hammond, inmediatamente se vendía uno de sus altavoces.
En 1956, Jimmy Smith publicó en el sello Blue Note "A New Sound... A New Star…" El primer LP de este joven organista de Pensilvania sentaba las bases de lo que sería el órgano Hammond a partir de entonces en el mundo del jazz.
A diferencia de los músicos que le habían precedido, Smith no utilizó este instrumento para tocar temas de godspell o jazz clásico, sino que fue capaz de adaptar el estilo Be-Bop a su sonoridad y particularidades.
La revolución iniciada por Smith tuvo tal alcance, que muchos músicos que en un primer momento tocaban el piano —como sucedió con Lou Bennet— se pasaron al Hammond y prácticamente todos los sellos de jazz tuvieron al menos un organista en plantilla.
El propio Smith abandonó Blue Note, discográfica que le había apoyado desde sus inicios, para firmar un sustancioso acuerdo con Verve, que también tenía contratado al brasileño Walter Wanderley.
El hueco dejado por Smith en Blue Note fue cubierto posteriormente por Larry Young, Lonnie Smith y Rouben Wilson. Por su parte, Prestige contrató a Brother Jack McDuff y Richard Groove Holmes e Impulse! hizo lo propio con Shirley Scott.
El fenómeno del órgano Hammond no tardó en rebasar el ámbito del jazz y alcanzar a grupos de pop y rock como The Young Rascals, The Band, Deep Purple o Procol Harum cuyo éxito "A Winter Shade of Pale" tenía una memorable introducción ejecutada con él.
Esa popularidad entre artistas más mayoritarios que los de jazz permitió que la marca aumentara su prestigio y fuera conocida por el consumidor no profesional, para el que la compañía comenzó a producir modelos pensados para el uso doméstico.
Se trataba de unidades que se alejaban de la sobriedad de los diseñados para uso litúrgico, repertorio clásico o jazz, y que incorporaban ritmos pregrabados, efectos sonoros, luces de colores y otras extravagancias.
En 1973 falleció Hammond. Dos años más tarde, la compañía que había fundado produjo la última unidad del B3, su modelo más apreciado y cuyas ventas totales rondaron las 260.000 unidades.
Poco después, la empresa comenzó a tener problemas económicos y la planta de producción de Estados Unidos fue cerrada.
Con la fiebre de la música electrónica, el sonido discoteca y el punk, los teclados que demandaban los músicos profesionales —cuando los demandaban— ya no eran esos pesados órganos con posibilidades limitadas, sino nuevos modelos.
Hablamos del Moog, el Roland Jupiter, el Prophet-5 o el Fairlight que, a diferencia de los del carismático órgano, generaban sonidos que evocaban el futuro, en lugar de remitir a modas del pasado.
De este modo, el interés de los músicos y consumidores por Hammond decayó hasta el punto de que los propietarios de la marca decidieron licenciarla en condiciones muy poco ventajosas para ellos.
La beneficiaria fue una compañía australiana que, durante los años 80, continuó fabricando instrumentos que poco o nada tenían que ver con los cuidados e innovadores modelos de antaño.
A pesar de haber perdido el favor del público mayoritario, Hammond seguía teniendo un gran prestigio entre los amantes del jazz, otros músicos profesionales e instrumentistas aficionados que, décadas después del fin de la producción de la empresa original, buscaban los instrumentos de la marca y las piezas de repuesto en tiendas de segunda mano.
De hecho, en la mayoría de los teclados fabricados durante los años 90 no faltaban muestras de sonido que imitaban a los de un Hammond, para satisfacer esa demanda aunque fuera con un sucedáneo.
Conscientes de la existencia de ese nicho de mercado bastante minoritario pero muy fiel, la compañía Suzuki se planteó resucitar la marca a principios de los años 90.
Para ello, negoció con la empresa australiana que tenía los derechos de Hammond la licencia de la marca en Japón y, unos años después, decidió comprarla en su totalidad junto con la marca Leslie.
El plan de negocio de Suzuki nunca fue replicar fielmente los modelos originales, sino crear nuevos teclados y órganos que, gracias al muestreo de todos los sonidos del Modelo B3 a través de la tecnología digital:
Por ejemplo, un emulador de Leslie, que permitía conseguir el mismo efecto que ese altavoz desde el propio teclado, pero sin tener que comprar uno de esos altavoces.
Si bien los primeros modelos digitales de Hammond tenían ciertos problemas de fabricación, como un fallo recurrente en la CPU que controlaba el instrumento, la empresa japonesa no tiró la toalla.
Poco a poco fueron mejorando sus productos, cuya promoción estuvo a cargo de grandes organistas que actuaron —y actúan todavía hoy— como embajadores de la marca en congresos, ferias de muestras, workshops o canales de YouTube.
Ese trabajo dio sus frutos y, en la actualidad, Suzuki comercializa, entre otros modelos, el B3 Mk-2, una réplica casi exacta, tanto en lo que se refiere al aspecto externo como en el interno del mítico modelo B3. La única diferencia es que, en lugar de utilizar tecnología analógica, cuenta con tecnología digital.
Una joya de la ingeniería musical con un precio de 22.000 euros, a los que hay que añadir el Leslie, cuyo coste ronda los 3.500. Un precio superior al de muchos automóviles, lo que no deja de ser una buena comparación ya que Hammond es el equivalente al Rolls Royce de los órganos electrónicos.