La carrera por la competitividad ha llevado a las empresas a tratar de mejorar desde hace miles de años. En la Antigua Roma los sobornos público-privados, los cárteles y las guerras de precio estaban a la orden del día. Durante la Edad Media cada feudo buscaba la excelencia y el agrado para posicionarse frente a la monarquía, y ya en la Ilustración la creación de los mercados invitaba abiertamente a competir.
La competitividad siempre ha sido entendida como un medio imprescindible para crecer y triunfar; en el pasado mediante caminos poco éticos y egoístas, y en el presente poniendo a los stakeholders en el centro de la toma de decisiones. Pero en el fondo de la cuestión siempre ha sido el mismo.
Con la Revolución Industrial llegaron avances científicos y tecnológicos que permitían la estandarización de procesos. El trabajo limitado y sesgado de gremios, reinos y otras demarcaciones sectoriales y administrativas podía ser entonces elevado a un ecosistema en el que las normas del juego fueran homogéneas para todos los actores.
Había que producir más y mejor, y existían recursos suficientes como para garantizarlo sin recurrir al conocido y egoísta juego de suma cero. La desaparición de barreras geopolíticas y económicas permitió la aparición de marcos jurídicos protoglobales. Todos los países competían en el mismo espacio, y todos mejoraban en el proceso. Ya no solo en sentido estrictamente empresarial.
La Primera Guerra Mundial demostró que la normalización podía dotar de a la industria pesada —responsable del abastecimiento de ejércitos— de la capacidad para ajustarse más fácilmente a los requerimientos de intercambiabilidad. Es decir, que permitía a estas empresas cumplir unos mismos estándares para favorecer el suministro de componentes y piezas entre países.
Un cliente, por tanto, podía tener la confianza de que una maquinaria comprada en Alemania tenía la misma calidad que una adquirida en Inglaterra o en Francia, y que si se estropeaba podía comprar los recambios en cualquier nación. De su decisión de compra ya no se podían descolgar desventajas competitivas, que pasaban a depender de otros factores.
En 1917 aparecería en el país bávaro nacería la Normenausschuß der Deutschen Industrie (NADI), y a ella le seguirían en 1918 la francesa AFNOR, y en 1919 la inglesa British Standards Institution (BSI). Para 1926 ya se hacía patente la necesidad de armonizar el trabajo de todas estas organizaciones en una sola entidad capaz de coordinar los estándares a nivel global.
Esto llevaría a fundar la Federación Internacional de Asociaciones de Normalización Nacionales (ISA), la precursora de las que serían conocidas como normas ISO durante la construcción del mundo moderno que siguió a la Segunda Guerra Mundial. En 1947 un total de 91 estados llegarían a un acuerdo para constituir la Organización Internacional de Normalización.
Eso sí, no sería hasta 1980 cuando la ISO designaría a comités técnicos encargados de desarrollar normas comunes de aceptación universal. Siete años después las normas ISO 9000 se convirtieron en la meta a perseguir por miles de empresas en todo el mundo. Y claro, España no estaba al margen de dicha tendencia.
Una década antes de que finalizara el conflicto originado por el fascismo en Europa, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas dio el paso normalizador en España creando la Asociación Española de Normalización. En 1939 esta organización dio luz a la primera UNE (Una Norma Española); la traslación nacional de las futuras ISO. Sin embargo, las guerras paralizarían su actividad durante más de un lustro.
No sería hasta 1946 cuando el nuevo gobierno crearía el Instituto Nacional de Racionalización del Trabajo (IRTRA), y el país comenzaría a guiarse por las corrientes de estandarización que estaban conquistando a las empresas europeas. La labor certificadora se circunscribía exclusivamente al producto, pero acercaría a los negocios nacionales al pujante comercio internacional de las décadas posteriores.
Para acercarse a la normalización moderna hay que avanzar hasta la llegada de la democracia y la entrada de España en la Unión Europea. En 1971 el IRTRA pasaría a llamarse IRANOR, solo para que 15 años después fuera sustituida por la Asociación Española de Normalización y Certificación (AENOR), de la mano del Ministerio de Industria y Energía.
La idea contenida en la Ley de Asociaciones 191/1964 era romper con la endogamia normativa del pasado para alinear el marco jurídico nacional con el europeo. Y se consiguió. En 1987 la organización asumió la representación de España en ISO, IEC, CEN y COPANT, al tiempo que publicaba su primera norma UNE: la 36137:1987).
Desde entonces más y más empresas se han ido sumando al marco normativo de la asociación. En 2018 había casi 33.000 normas en catálogo, con más de 3.500 proyectos en tramitación, 2019 Comités Técnicos con más de 12.000 expertos y 127 responsabilidades en diferentes órganos supranacionales. Claro que todos los méritos ya no son trompeteados por AENOR.
En 2017 la asociación se escinde legalmente en dos partes, quedando UNE como la encargada de seguir desarrollando la labor certificadora. “Nuestros miembros representan a la práctica totalidad de los sectores económicos españoles y suponen el auténtico motor y soporte del sistema y del desarrollo de las actividades de la entidad”, explican desde su web.
Tanto multinacionales como pequeñas y medianas empresas se intentan amoldar a los requerimientos del catálogo para ganar reconocimiento, calidad y confianza del consumidor. Pero al igual que sucede con las ISO, las UNE son de adopción completamente voluntaria. Lo que no quiere decir que su extensión vaya poco a poco calando a nivel legal.
“Las normas de carácter voluntario son una ayuda eficaz para las Administraciones y la reglamentación nacional y europea”, recoge su informe anual. En este se detalla cómo el 12% del catálogo ya está siendo citado total o parcialmente en la legislación española. Y así, la adherencia al mismo se convierte en una obligación jurídica indirecta para las empresas, y hasta en un medio para cumplir 17 ODS de la Agenda 2030.
Aunque durante el siglo de historia que tiene la normalización han ido apareciendo todo tipo de certificados, lo cierto es que ninguno ha llegado a adquirir la importancia que hoy tiene la familia ISO 9000. Existen más de 19.500 normas que van desde la gestión del medioambiente (serie ISO 14000), pasando por la gestión de riesgos y seguridad (ISO 22000, OHSAS 18001, entre otras), hasta la gestión de la RSC (ISO 26000).
Por encima de todas ellas está la gestión de la calidad, que la familia 9000 permite articular a través de Sistemas de Gestión Calidad (SGC). Aquél definido como:
“La parte del sistema general de gestión de una organización que incluye la estructura organizativa, la planificación de actividades, las responsabilidades, las prácticas, los procedimientos y los recursos para desarrollar, implantar, llevar a efecto, revisar y mantener al día la política y estrategia de calidad de la empresa”.
Tal y como recoge el paper “Difusión internacional de las normas ISO 9000: ¿el final de un ciclo?”, las normas de esta serie arraigaron con fuerza desde el principio en Reino Unido, porque allí era donde había regido la BS 5750 (considerada la predecesora misma de la ISO 9000). No obstante, en poco tiempo ganaron inercia, con incidencia intensa en Japón y Estados Unidos. ¿Qué sucede con España?
De acuerdo con cifras del estudio ISO Survey, 34.438 certificados convierten a nuestro país es el séptimo con más seguimiento a la ISO 9001 de todo el mundo, y el cuarto de Europa. Así mismo hay 432 sellos de Excelencia Europea en consonancia con el Modelo EFQM.
En 2020, varios han sido los factores que se han conjugado para impulsar la popularidad difuminada de la familia normativa: la pérdida de credibilidad frente al consumidor, el daño generalizado sobre las marcas corporativas, el descenso de facturación y consecuente necesidad de creación de nuevo valor, la necesidad de mantener posiciones de mercado frente a una canibalización competitiva.
“Entre los motivos para certificarse hoy se encuentra su potencia para trasmitir con convicción ‘me esfuerzo en hacerlo bien y tengo éxito en ese esfuerzo’”, explica Carlos Esteban, presidente de AENOR.
“Una certificación concedida por una entidad ampliamente reconocida es un verdadero pasaporte que facilita el acceso a mercados exteriores a internos. Además, en ocasiones es una condición, como en un creciente número de concursos públicos o para ser proveedor de cada vez más empresas”.
Son las pymes, principales damnificadas por la recesión, las que especialmente están acudiendo a las ISO 9000 para adquirir intangibles de gran importancia en un momento en el que los hábitos de consumo se están viendo dominados por las compras anticipadas y la conquista de la lógica sobre lo emocional. Para afrontarlo, la ISO ofrece ocho principios:
Se trata de máximas que las empresas han de insertar en el core mismo de la toma de decisiones, y en las raíces de la cultura corporativa. La idea pasa por que el negocio actúe de forma innata en base a las directrices de la ISO que garantizan la calidad en todas las ramas operativas.
Por ejemplo, Esteban apunta a la eliminación de “actividades redundantes que suponen coste en tiempo y directamente monetario”. Además, “la certificación periódica lleva a que estas mejoras permanezcan; ya que es inherente a la condición humana prestar una atención distinta a aquellos campos en los que sabemos que vamos a ser examinados”.
Si bien no existe una receta mágica que puedan aplicar todas las empresas, el recorrido de las normas ISO en el sector privado ha permitido acumular una gran cantidad de experiencia que ahora permite detallar con cierta ambigüedad los pasos mínimos a seguir para conseguir el éxito en lo que a controles de calidad se refiere.
Así, desde la Universitat Oberta de Catalunya, por ejemplo, se ofrecen una serie de pasos poco detallados pero suficientes para despejar las dudas más importantes en torno a la ISO 9001. “Conlleva esforzarse por establecer, documentar, implementar y mantener un Sistema de Gestión de Calidad, y mejorar continuamente la eficacia de acuerdo con los requisitos de la norma”, apunta la institución.
Desde este entendimiento se puede emprender el trabajo de forma autónoma, siendo, no obstante, recomendable, realizar algún tipo de curso de calidad o recurrir a asesores expertos en esta materia:
Al margen de todo el proceso, es importante que la pyme analice el caso de la competencia, y que nombre a un responsable de calidad experimentado en este tipo de transformaciones. Será este quien se relacionará con el consultor externo, y el que dibuje las líneas maestras del plan.
Además, hay que tener en cuenta que antes de dar el paso definitivo, las empresas tienen a su disposición una preauditoría en la que se analizan todos los aspectos estudiados por la certificadora y se proponen mejoras a fin de evitar pérdidas de tiempo. En este paso, uno de los miembros del equipo auditor garantiza la neutralidad de las conclusiones al ser externo a la organización.
Desde hace un lustro, esta norma incorpora nuevos apartados y elimina otros que antiguamente lastraban la optimización de recursos:
La obtención del documento que simboliza la garantía de la ISO 9001 no es nada sencilla, y lo más habitual es que los negocios sin recorrido fallen en sus primeros intentos. Sin embargo, se entiende que este desempeño ya mejora de por sí la calidad de procesos, servicios y productos, y que por tanto la pretendiente obtiene lo que persigue al acercarse al mundo de las normativas.
Al margen de recomendaciones y consejos, la adopción de la ISO 9001 también implica afrontar varios requisitos inevitables: uno económico y otro legal. No son cuestiones excluyentes de las que una pyme se deba preocupar en exceso, pero en todo plan de actuación se deben contemplar para aumentar el éxito del cambio.
Tanto es así que acogerse a la ISO 9001 en la actualidad es sinónimo de cumplir con la Ley orgánica de protección de datos, con licencias de actividad, con la legislación autonómica, con prevención de riesgos laborales, y hasta con el marcado CE de los equipos.
Al hablar de normativas e incidir en la serie 9000, se suele monopolizar la atención sobre la ISO 9001, sin embargo, su compañera la ISO 9004 —Norma de Gestión Avanzada— es igual o incluso más importante en el cultivo de la excelencia. “Está pensada para que las empresas puedan alcanzar el éxito paulatina y sostenidamente a lo largo del tiempo”, apuntan desde la escuela de negocios Cerem.
Para las pymes y las startups resulta especialmente interesante porque permite reforzar uno de los frentes más débiles de los proyectos emergentes y poco asentados: la sostenibilidad.
La ISO 9004 persigue esto dotando de herramientas que garantizan el éxito a largo plazo de los objetivos marcados en un principio. De ahí que se suela aparejar con los SGC en el mantenimiento de los estándares de calidad.
En 2018 la asociación competente actualizó la normativa a fin de incluir la terminología y los intereses incipientes de la autoevaluación, la eficiencia organizacional y la RSC del futuro. Eso sí, sus fundamentos no son mágicos; lo único que se persigue es la dotación de un enfoque sobre las gestiones de control de calidad más holístico.
Al ofrecer un servicio y/o productos de niveles reseñables en todo momento, la empresa incrementa sus índices de éxito y perdura en el tiempo escapando de los porcentajes catastrofistas que rodean al emprendimiento. La receta de tal hazaña la componen los puntos maestros de la ISO 9004:
En el reparto de tareas se percibe una similitud respecto a la ISO 9001, en tanto que se obliga a la empresa a estudiar la normativa, analizarse a sí misma, y adoptar las medidas necesarias para acoplar una realidad a otra.
Se incluyen además anexos propios de toda serie ISO —la numeración es retroactiva e incluye contenidos de certificados previos— que aseguran el resultado promulgado por la propia institución certificadora.
En la ISO 9004 lo más importante es la percepción que tiene el cliente sobre la compañía. De esta se concluye el nivel de calidad que se tomará como referencia para establecer los sistemas de garantías.
Una pyme con una Responsabilidad Social Corporativa efectiva y coherente, unas políticas contextualizadas con las necesidades medioambientales y culturales, con una buena gestión de la calidad, y, sobre todo, ágil en sus decisiones, tiene ya mucho trabajo hecho para obtener esta certificación.
En cualquier caso, desde Yoigo Negocios somos conscientes de la complejidad que lleva aparejada la normativa, y por eso disponemos de las mejores herramientas para que tu proyecto obtenga la información previa al éxito. Llama al 900 676 535 o visita nuestra web para informarte.