Los cuentos y las narraciones orales han sido utilizadas tradicionalmente para explicar situaciones de la vida cotidiana. Mitos como los de Edipo y Electra permitieron a Freud enunciar dos de sus teorías más destacadas y lo mismo ha sucedido con cuentos como «Cenicienta», «Caperucita Roja», desmenuzados al detalle en clásicos como «El psicoanálisis en los cuentos de hadas» de Bruno Bettelheim o, el que hoy nos ocupa, «El gato con botas»; un ejemplo perfecto de buena gestión empresarial.
Transmitido oralmente a lo largo de generaciones, «El gato con botas» es un cuento popular europeo recopilado por primera vez en el siglo XVI por el escritor italiano Giovanni Francesco Straparola en su libro «Las noches agradables», una colección de relatos que sigue la fórmula establecida por Giovanni Bocaccio en el siglo XIV con «El Decamerón». Sin embargo, la versión más conocida de las aventuras de este astuto gato es la del escritor francés Charles Perrault que, en 1697, lo incluyó en su libro «Cuentos de mamá ganso» o mamá oca, según las traducciones.
Escritor de corte moralista, Perrault recopiló en ese volumen narraciones destinadas a explicar de forma lúdica a los más pequeños, y no tan pequeños, los peligros del mundo y cómo afrontarlos. Sin embargo, entre los títulos contenidos en «Cuentos de mamá ganso», como «Barba Azul», «Pulgarcito» o «Cenicienta», en los que la moraleja era muy evidente, «El gato con botas», con su multiplicidad de interpretaciones, resultaba, hasta cierto punto, una anomalía.
Para aquellos que no estén familiarizados con el cuento, Perrault narra la historia de un joven hijo de un molinero que, al fallecer su padre, reparte la exigua hacienda con sus dos hermanos. Al mayor le corresponde el molino, al mediano un asno y al más joven, el gato de la familia. Huérfano y en una situación de extrema pobreza, al joven no se le ocurre mejor solución que comerse el gato y destinar su piel para hacerse unas botas o unos guantes, ya que el pequeño animal no da para mucho más.
La solución no acaba de gustar al felino, que se opone a ella proponiéndole un trato a su amo. «Dame un morral y un par de botas para andar por las malezas y ya verás cómo no has salido tan perjudicado como crees», le sugiere el gato y el joven accede. Ataviado con las botas y con el morral, el animal se adentra en el bosque, recoge algunos frutos silvestres, los introduce en el saco y, dejándolo en el suelo, se hace el dormido a la espera de que algún conejo, llevado por la curiosidad y el alimento, se meta en el morral.
El ardid tiene éxito y, además de proporcionarle comida a su amo, el sagaz felino consigue caza suficiente como para llevarla al castillo del rey y agasajar con ella al monarca, no sin antes advertirle que es un regalo del marqués de Carabás. Durante varios meses, el gato continúa con su estrategia hasta que, no solo se gana la confianza de los miembros de la corte, sino que tiene noticia de que, un día no muy lejano, el rey irá a pescar al río de la zona acompañado de su hija.
Aprovechando la ocasión, el animal decide dar un paso más en su plan. La mañana de la excursión real, el gato le pide a su amo que se despoje de sus harapos y se arroje al río. Cuando la carroza real pasa por las inmediaciones, el gato sale a su encuentro y hace que se detenga, argumentando que unos ladrones han robado la ropa de su amo, al que presenta como el marqués de Carabás. Ante semejante situación, el rey accede a prestarle ropa al joven que, cuando se presenta ante el monarca y la princesa, ya no parece el hijo de un molinero sino un verdadero miembro de la nobleza.
El desenlace del cuento muestra al gato adelantándose a la carroza real en la que viajan el soberano, su hija y el joven, para amenazar a los campesinos que aran y recolectan los campos por los que se disponen a pasar. A petición del gato, cuando el rey les pregunte a quién pertenecen esas tierras, los campesinos afirmarán que son propiedad del marqués de Carabás, lo que provoca que la admiración del rey hacia el joven no deje de crecer. Finalmente, el gato llega hasta un gran castillo en el que habita un ogro, famoso por poder transformarse en todo aquello que desee.
Con la excusa de averiguar si es verdad, el gato le pide que, por favor, se convierta en una de las cosas más aterradoras que pueda imaginarse. Para complacerle, el ogro se convierte en un fiero león y, poco después, regresa a su forma habitual. En ese momento, el gato le reta a transformarse en algo tan diminuto como un ratón, al tiempo que expresa sus dudas de que sea capaz de hacerlo. Molesto por poner en cuestión sus capacidades, el ogro se convierte en roedor, momento que el gato aprovecha para atraparlo y comérselo.
Liberado el castillo de su propietario, el gato sale al camino para detener la carroza real e invitar a los que en ella viajan a merendar en el castillo que, ante la sorpresa del rey, la princesa y el propio molinero, dice ser también propiedad del marqués de Carabás. Lo que no es ninguna sorpresa después de cómo se han desarrollado los acontecimientos es que la princesa y el joven se enamoran y el rey acepta su casamiento encantado.
Cuando el cuento fue publicado, fueron muchos los que no encontraron en él ninguna buena enseñanza, sino todo lo contrario. ¿Qué lección se podía sacar de un gato que consigue que su amo triunfe, aumente su hacienda y acabe casándose con una princesa empleando para ello el engaño y las amenazas? Tal vez en el siglo XVII la propuesta de Perrault fuera moralmente incomprensible, no obstante, en pleno siglo XXI, «El gato con botas» es todo un ejemplo de buena gestión empresarial.
Si se despoja al cuento de todos los elementos ornamentales, fantásticos e incluso si se deja a un lado toda la carga heteropatriarcal que posee, que no es poca, la figura del rey aparecería como la de un cliente que busca lo mejor para su empresa. En su caso, una persona que pueda hacerse cargo del reino y darle un heredero. El candidato que podría cumplir con esas exigencias es, sin lugar a dudas, el joven molinero.
No obstante, y a pesar de su talento y aptitudes para ello, el joven nunca podrá acceder a la corte, habida cuenta de su falta de recursos, es decir, de financiación y estructura empresarial. Cualquier intento de acercamiento en las paupérrimas condiciones en las que se encuentra al abandonar la casa de su padre, provocaría que fuera expulsado del palacio, y quién sabe si algo peor.
En ese aspecto, el joven molinero puede ser visto como una incipiente startup que precisa llamar la atención de los inversores y generar la confianza necesaria para que apuesten por ella, la doten de los recursos que precisa para poder echar a andar y, con el tiempo, crecer y desplegar todo su potencial. Sin embargo, eso no será posible sin alguien que sepa desarrollar una comunicación corporativa capaz de maximizar la faceta más atractiva del joven, minimizando aquellas partes que pueden provocar el rechazo y la desconfianza de los inversores. Es ahí cuando entra en juego el gato y su habilidad para la comunicación.
En 1912, Harrison King McCann, que posteriormente se fusionaría con Alfred Erikson para formar una de las agencias de publicidad más importantes del mundo, acuñó el lema que inspiraría su trayectoria empresarial hasta la actualidad: «Truth Well Told», que en castellano podría traducirse como «La verdad bien contada». Casi trescientos años antes que el creativo y empresario estadounidense, «El gato con botas» demostró que una buena comunicación, contar bien la realidad del joven, es clave para lograr los objetivos empresariales.
Tanto es así, que la primera acción del felino es invertir en relaciones públicas y marketing directo, para lo cual recurre a bienes producidos directamente en la empresa, sin tener que adquirirlos de terceros proveedores, algo impensable para el hijo del molinero teniendo en cuenta su deteriorada situación económica y falta de liquidez.
Contactado el cliente, en este caso el rey, a través de los obsequios, el siguiente paso lógico sería solicitar una cita para hacer una presentación. Sin embargo, todavía en ese momento la situación empresarial del gato y su amo no permiten la celebración de dicho encuentro. Por esa razón, y después de informarse sobre el cliente, sus necesidades y sus actividades, el gato decide organizar un evento, o más bien, una «acción de guerrilla» lo suficientemente notoria como para llamar la atención del cliente. Una iniciativa que, además, cambiará la percepción hacia la empresa emergente con un giro de 180 grados.
A partir del encuentro «fortuito» en el río, ya no será el joven molinero el que parecerá tener necesidad del rey para financiar su empresa, sino que será este el que considere que el joven empresario tiene algo interesante que ofrecerle y que puede resultarle muy beneficioso. Ese sentimiento aspiracional generado en el monarca por el gato con tan solo mencionar el título nobiliario de su amo, será lo que facilite la primera inyección de capital en la startup: las lujosas ropas que el monarca le presta al joven y que bien pueden ser entendidas como un préstamo para comenzar la actividad pues, al fin y al cabo, deberán ser devueltas.
Gracias a ese crédito, semejante al que cualquier empresa solicitaría a una entidad bancaria para contratar la línea de teléfono con la que llamar a los clientes y alquilar las oficinas en las que recibirlos, el joven ya está listo para presentarse correctamente ante el rey que, gracias ello, verá confirmada la buena impresión generada durante los meses en que estuvo recibiendo las piezas de caza obtenidas por el gato.
Sin embargo, es durante el regreso en la carroza real cuando el cuento de Perrault se adentra en un terreno delicado desde el punto de vista de la ética pues, ¿hasta qué punto es aceptable que el gato amenace a los campesinos para que digan que las tierras que trabajan pertenecen al marqués de Carabás? ¿No es eso semejante a mentir sobre el patrimonio de la empresa o falsear los libros de contabilidad?
Podría ser pero, más allá de la violencia empleada –que tampoco puede ser mucha viniendo de un gato y actuando contra señores armados con hoces y guadañas–, la acción del animal tampoco se diferencia demasiado de contratar espacios publicitarios para dar a conocer las virtudes de una empresa pero que sirven para generar interés en los clientes, del mismo modo que sirve para generar ese interés imprimir tarjetas de visita en las que el fundador se presente como CEO, título que en los comienzos de cualquier empresa resulta tan ficticio como el del marqués de Carabás.
Tampoco hay que obviar que, cuando el gato les pide a los campesinos que afirmen que las tierras son de su amo, ya tiene en mente hacerse con ellas a través de una especie de OPA que le será presentada al ogro propietario que, al fanfarronear sobre su potencial empresarial, acaba siendo engullido por el felino, es decir, absorbido por la empresa del joven molinero que, junto con las tierras, también adquiere el castillo del ogro. Ese será, además, el escenario en el que la princesa y él se enamoran y se perfecciona el contrato pues, aunque en los cuentos se rodee de romanticismo, jurídicamente, es esa la definición del matrimonio civil en el ordenamiento español.
Por todo ello, utilizando una buena comunicación y algunos principios de la economía especulativa, en la que se ponen en juego futuros e intangibles, «El gato con botas» consigue arrancar con éxito esa startup encarnada por su amo. Esta estrategia podría haber fracasado si, como sucede con las compañías de verdad, la sucesión de eventos, la oferta de servicios y el vencimiento de los plazos no se hubieran dado como el gato esperaba, lo que hubiera provocado una falta de liquidez, un retraso en la entrega de los bienes o servicios contratados y la consiguiente reclamación del rey en forma de suspensión del contrato.
Para aquellos que no veían tan clara la enseñanza moral del cuento, Perrault acompañó la historia no de una, sino de dos moralejas en verso que, con más frecuencia de lo deseable, han sido eliminadas de algunas de ediciones. Una de ellas afirma «Si puede el hijo de un molinero / en una princesa suscitar sentimientos / tan vecinos a la adoración, / es porque el vestir con esmero, / ser joven, atrayente y atento / no son ajenos a la seducción». Esta reflexión moral hace referencia únicamente a la apariencia y que podría ser extrapolada de nuevo a la importancia de la buena comunicación para una compañía. Sin embargo, es en la segunda donde radica un mayor interés empresarial.
En ella, el escritor francés sostiene que «En principio parece ventajoso / contar con un legado sustancioso / recibido en heredad por sucesión; / más los jóvenes, en definitiva / obtienen del talento y la inventiva / más provecho que de la posición». Con ella Perrault pone el foco en la importancia de la iniciativa, el ingenio y el talento a la hora de alcanzar los objetivos deseados en el campo de la empresa. De hecho, y aunque en un principio pudiera parecer lo contrario, esa iniciativa resulta más útil que el capital pues, sin talento que lo guíe, esa prosperidad, heredada o no, se echará a perder y, en consecuencia, esa aparente ventaja inicial desaparecerá.