Nintendo es una de las compañías más importantes de ocio tecnológico del mundo. En la actualidad, Switch y el juego Animal Crossing: New Horizons, lanzado el 20 de marzo de 2020, ha servido para que miles de personas en todo el mundo sobrelleven mejor el confinamiento derivado de la COVID-19.
Sin embargo, mucho antes de que se inventase la electricidad, los chips y las pantallas, Nintendo ya contribuía a entretener a los japoneses que, como todos los seres humanos, encuentran en el juego una forma de aprendizaje, un vehículo para potenciar su crecimiento personal, su competitividad y, por supuesto, para divertirse.
En 1938, el filósofo e historiador neerlandés Johan Huizinga añadió una nueva categoría a la clasificación biológica de la especie humana. Dicha categoría venía a sumarse a la del hombre que sabe, Homo Sapiens, y a la del hombre que fabrica objetos y herramientas, Homo Faber.
Se trataba de la de Homo Ludens y hacía referencia al hombre que juega. Según Johan Huizinga, el juego es una actividad consustancial a los seres humanos, hasta el punto de afirmar que, sin el elemento lúdico, no es posible el desarrollo de la cultura dentro de una sociedad.
De este modo, el juego sería el canal que permitiría, además de pasar el tiempo, familiarizarse con estructuras normativas, desarrollar la competición dentro y fuera de la comunidad, propiciar el apoyo mutuo entre los miembros de la misma, fomentar el aprendizaje y ayudar a la socialización.
Asimismo, los juegos también fomentarían el pensamiento simbólico gracias a su capacidad para representar alegóricamente la realidad. Un rasgo que exige a su vez una especial madurez cognitiva y un buen funcionamiento de los órganos de la percepción.
El realizador Joaquin Jordà, aquejado de agnosia visual después de sufrir un ictus, por ejemplo, no era capaz de identificar y reconocer los objetos. Una particularidad que le impedía, entre otras cosas, jugar a las cartas por no poder identificar las figuras e interpretar el significado simbólico de los naipes.
Las cartas fueron, justamente, el primer producto comercializado por Nintendo, marca fundada en 1889 en la ciudad de Kioto por Fusajirō Yamauchi. Este artesano decidió especializarse en la fabricación de naipes, aprovechando un vacío legal en la prohibición que sobre los juegos de azar habían establecido las autoridades japonesas de la época.
Si bien el veto de apostar conllevaba la prohibición de la fabricación y comercialización de cartas convencionales, Yamauchi encontró que esa limitación no se aplicaba a los naipes Hanafuda, una variedad tradicional japonesa creada en el siglo XVI que, a diferencia de lo que suele suceder con barajas como la francesa, no tenía números ni figuras, sino dibujos de flores y animales.
Las cuidadas creaciones de Yamauchi tuvieron un gran éxito entre el público japonés. No solo por su buena factura, sino porque, a falta de otros modelos, la Yakuza, la mafia japonesa, comenzó a adquirirlas para utilizarlas en sus partidas en casinos clandestinos.
De hecho, hay teorías que afirman que el término Yakuza está relacionado con los juegos de azar. Según esta explicación, ese término sería la unión de las palabras «ya», que se refiere al número 8, «ku», que significa 9 y «za», que significa 3. La suma de esas tres cifras es 20, la peor puntuación que se puede obtener en uno de esos tradicionales juegos de naipes.
A pesar de su popularidad, las ventas de barajas al por menor no era un negocio excesivamente lucrativo, entre otras cosas, porque la rotación del producto era mínima. La familia que compra una baraja no vuelve a adquirir otra hasta pasado mucho tiempo.
Este hecho, sin embargo, no sucedía en los casinos clandestinos que, para evitar suspicacias entre los clientes que apostaban grandes sumas de dinero, acostumbraban a comprar muchas barajas para estrenar una en cada nueva partida.
A principios del siglo XX, la prohibición de vender barajas no tradicionales desapareció y Nintendo pudo comenzar la fabricación de barajas francesas, lo que multiplicó aún más sus ganancias y afianzó definitivamente la empresa.
No obstante, en el mejor momento de la compañía, un hecho ajeno al negocio amenazó su viabilidad. Se trataba de una disposición de la legislación japonesa que obligaba a que las empresas pasasen de padres a hijos varones, algo que resultaba imposible en el caso de Fusajirō Yamauchi, debido a que el artesano solo tenía hijas.
Para solucionar el problema y garantizar el futuro de la empresa, en 1907 el fundador tuvo que adoptar como hijo a su yerno Sekiryo Kaneda que, a partir de entonces, utilizó el apellido Yamauchi y, en 1929, se hizo cargo de la compañía. Unos años después, como si se tratase de una broma pesada, la situación volvió a repetirse.
Del matrimonio de Kaneda y la hija de Yamauchi no nació ningún hijo varón, por lo que se intentó repetir la solución del fundador, aunque sin éxito. El yerno de Kaneda abandonó a su hija por lo que, finalmente, el elegido para dirigir la empresa fue el nieto del presidente, que asumió el cargo en 1949.
La Segunda Guerra Mundial transformó por completo la vida de los japoneses. Además de las bajas provocadas por los combates convencionales y el horror nunca visto de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la figura máxima del imperio tuvo que renunciar a su origen divino por exigencia de las naciones vencedoras que, casi un siglo después, volvían a doblegar a Japón.
En 1853, el Comodoro Perry navegó hasta el archipiélago nipón empeñado en abrir el país al comercio mundial. Para lograrlo, no dudó en bloquear la bahía de Tokio con buques de la Armada estadounidense que, además de impedir el tráfico marítimo, apuntaban con sus cañones hacia el territorio.
Tras varios días de acoso, Japón se vio obligado a claudicar y abrirse al comercio internacional. De hecho, la postguerra mundial también fue aprovechada por Estados Unidos para establecer lazos comerciales con Japón y desarrollar una política cultural que, como había sucedido en Italia o Alemania, acabó influyendo el cine, la música, la literatura, la moda y el ocio del país.
En consecuencia, esa política también influyó en Nintendo que, por entonces, no pasaba su mejor momento. Durante la Guerra, las autoridades japonesas habían prohibido de nuevo los juegos de cartas con naipes que no fueran los tradicionales japoneses. Esta decisión, sumada a los rigores de la guerra, afectó gravemente a la compañía que, acabada la contienda, encaró su recuperación con no pocas dificultades.
Con objeto de superar ese bache, Nintendo decidió modernizar su proceso de fabricación de los naipes, continuar con la creación de bajas tradicionales japonesas, retomar la fabricación de barajas francesas y firmar un contrato con Walt Disney para diseñar cartas con sus personajes.
De ese modo, además de aumentar las ventas, el acuerdo permitió abrir un canal de distribución hasta entonces inexplorado para una empresa de naipes y vinculada en sus orígenes a la Yakuza: las jugueterías.
No obstante, y aunque en el futuro sería el ocio familiar el sector en el que Nintendo obtendría sus mayores éxitos, durante los años sesenta los directivos de la compañía no estaban tan convencidos de ello.
Mejor que especializarse en un sector concreto, decidieron diversificar sus inversiones en otros sectores. Por ejemplo, la alimentación, los transportes o algo tan alejado del ocio infantil como los hoteles por horas, para las citas esporádicas de las parejas. No funcionó.
El fracaso de la estrategia de diversificación de inversiones provocó que Nintendo tuviera que re-enfocar sus actividades. Para ello decidió poner en marcha un departamento de investigación y desarrollo que, en 1970, dio lugar al producto que determinaría el futuro de la empresa: el primer juguete electrónico comercializado en Japón, cuyas ventas superaron el millón de unidades.
El éxito de ese primer lanzamiento convenció a Nintendo de que era en el sector del ocio electrónico donde realmente había posibilidades de negocio a largo plazo. Tanto es así, que comenzó a entablar relaciones comerciales con otras empresas para desarrollar juegos destinados no solo al ámbito doméstico, sino también a las salas de recreativos que proliferaban en la época.
El siguiente logro empresarial de Nintendo fue Game & Watch una serie de máquinas portátiles con pantallas de cristal líquido (LCD) de las que se llegaron a vender más de cuarenta millones de unidades.
En estos dispositivos, que en origen eran sencillos y posteriormente se ampliaron a dos pantallas, hicieron su aparición por primera vez personajes que se convertirían en clásicos de la marca como Donkey Kong, Zelda y, por supuesto, Mario Bros.
En esa misma línea de negocio, a mediados de los ochenta Nintendo decidió renovar su propuesta y, en lugar de la fórmula «un juego, una máquina», creó NES (Nintendo Entertainment System), un dispositivo inspirado en los magnetoscopios, que permitía disfrutar de diferentes juegos en una misma máquina gracias a un sistema de cartuchos intercambiables.
Además, estableció una serie de protocolos para elevar la calidad de sus juegos en comparación con la de sus competidores.
Por ejemplo, firmó acuerdos con desarrolladores que establecían que los títulos de NES no podrían ser adaptados a otras consolas en un periodo de dos años, que ningún desarrollador podía hacer más de cinco títulos para Nintendo y, por último, que todos los juegos debían superar un test de calidad interno antes de recibir el aprobado de la compañía para ser comercializados.
A la vista de los más de sesenta millones de consolas NES vendidas en el mundo desde los años 80 y hasta que dejó de producirse en los 2000, el protocolo de calidad resultó ser una decisión más que acertada.
En 1982, el sector de los videojuegos a nivel global facturó 1220 millones de euros. Para 1990 esa cifra se había triplicado hasta alcanzar los 3821 millones de euros y, una década más tarde, en 2001, la facturación ya era de diecisiete mil millones de euros. En 2021, se estima que esa cantidad supere los 152 mil millones de euros.
En esa evolución ha jugado un papel muy importante Nintendo que, lejos de conformarse con los éxitos del pasado, se ha mantenido siempre activa y a la última su departamento de desarrollo e innovación, del cual han salido consolas que han abierto nuevos caminos seguidos posteriormente por sus competidores.
Ese es el caso de la Game Boy, la primera consola portátil con cartuchos intercambiables, lanzada en 1989 en Estados Unidos y un año más tarde en Europa. A pesar de sus limitaciones, como la reducida pantalla monocroma y sin retroiluminación o su corta autonomía por estar alimentada por pilas AAA, esta nueva máquina supuso una revolución en el campo de los videojuegos.
No solo era portátil, sino que fue la primera en disponer en su catálogo un nuevo juego que ha dado lugar a un universo inagotable: Pokemon.
Esas innovaciones en el campo tecnológico continuaron con el desarrollo de una consola de 64 bits, el cambio de los cartuchos analógicos por los Mini-DVD en la Nintendo Cube, la incorporación del color a la Game Boy, el desarrollo de una consola como la Wii que reconocía el movimiento del usuario y, por último, su más reciente lanzamiento, la Nintendo Switch, en la que confluyen las dos líneas de negocio de la empresa: la consola de sobremesa y la portátil.
Desde su lanzamiento en 2017, la Nintendo Switch ha facturado más de 55 millones de unidades en todo el mundo y ha conseguido que la compañía japonesa supere en valor a Sony, fabricante de Playstation, su mayor competidor. Estos buenos resultados responden, además de a sus logros tecnológicos, al posicionamiento que Nintendo ha elegido en el mercado.
Mientras que las otras marcas luchan por captar la atención de un público adolescente y adulto, Nintendo ha preferido apropiarse del territorio familiar. Si bien esa decisión no impide que la marca comercialice juegos en los que el grado de acción o violencia es más elevado, su objetivo es ganarse la confianza de los padres.
De ese modo, su capacidad de penetración en los hogares aumenta gracias a que su producto está revestido de una imagen de herramienta lúdica y educativa que ayuda a ese Homo Ludens a crecer y desarrollarse a través del juego.