Los mercados más saturados se rinden a la cultura corporativa


Pensamiento, comportamiento y estructura. Durante el siglo XX las empresas crecieron hasta convertirse en mastodontes formados por decenas e incluso cientos de trabajadores; con departamentos muy diferenciados y escasa cohesión de valores entre los componentes.

El alejamiento respecto hacia el consumidor se hacía más y más palpable a medida que se iba evidenciando la incoherencia en la toma de decisiones corporativas. A finales de 1970, la caída generalizada de la productividad comenzó a preocupar, y eso incentivó —con especial interés en Japón— múltiples estudios sobre la cultura en el marco de las organizaciones.

Llegó Internet, y a la dificultad de alinear recursos y mensajes se le añadieron los retos del ecosistema virtual; constante exposición, retención utópica y comunicación 360. El contexto dibujaba una necesidad de reflexión evidente que los gestores fueron adoptando de forma natural con el paso de los años.

En la actualidad, la saturación de los mercados y los numerosos retos del futuro terminan de moldear el papel de la cultura corporativa en el ciclo de vida de todas las empresas.

Ahora bien, tal y como sucede con otros conceptos de origen académico, la teoría en torno a este concepto rezuma una falsa simpleza que no ayuda a la aceptación de la filosofía sostenible entre las organizaciones más estáticas y conservadoras. El enfoque antropológico y el derivado de la teoría organizacional suelen chocar sin obtener respuestas claras.

Un órgano que se extiende a la empresa

La cultura es inherente a todo ser humano, a los individuos que comparten experiencias en un espacio concreto a lo largo del tiempo. Tradicionalmente la antropología la ha definido como un conjunto de hábitos, costumbres, valores, creencias y vivencias.

Es un término tan maleable y amplio, que no pocas disciplinas relacionadas con el estudio de la raza lo han abanderado en sus proposiciones.

Solaparlo a la dimensión de la empresa, de la organización o la institución, implica identificar el efecto de todos esos intangibles al rendimiento mismo de la agrupación.

Igual que dentro del domicilio, de la escuela, o del grupo de amigos surgen códigos únicos que ayudan a cohesionar a los integrantes e identificarlos frente a otras unidades similares, la cultura en la empresa permite a los trabajadores comprometerse.

Esta uniformidad es percibida desde fuera como un activo de valor, producto de objetivos consecuentes y actuaciones reprobables. Es así, en tanto que los consumidores no suelen ser capaces de separar a la organización de su marca o su argumentario: la cultura es la personalidad de cada Brand, y la compra —un proceso de identificación social— es el vehículo de unión a dicho carácter.

Eso sí, que unos gestores sean capaces de alinear intereses y delimitar la cultura de su compañía no significa que el trabajo para cultivarla sea más sencillo. Este concepto también debe ser consecuente con la realidad en la que surge, y el entorno no es precisamente un factor estático.

Por eso no es extraño encontrar cada año decenas de errores empresariales que evocan a pérdidas cuantiosas. Y más recurrente es la pregunta: ‘¿Cómo han podido hacer semejante cosa?’

"La cultura corporativa es como un jardín, se desarrolla tanto si la diseñas como si no”, opinan desde Fast Company. “Si la ignoras continúa creciendo, pero no necesariamente en la forma prevista."

A tenor del puzle cuasi imposible que representa la cultura corporativa, un fallo puede ser solo la punta visible de un desajuste transversal entre departamentos, accionistas y hasta proveedores. Tal es la importancia de este valor, que distintos estudios han resaltado las consecuencias económicas de una cultura débil o directamente errónea.

Persiguiendo la zanahoria dorada

En un estudio a 60 multinacionales y 850 empleados, Harvard Business Review descubrió que una empresa con una cultura de calidad invierte, de media, 350 millones de dólares menos solventando errores que una compañía con una cultura poco desarrollada.

Las compañías mejor posicionadas en el ranking del informe a nivel de percepción eran casualmente las que confirmaban haber cometido un 46% menos de gazapos diarios. Y, sin embargo, el 60% de los trabajadores encuestados aseguraban trabajar sin una cultura de calidad.

Se trata de un problema de concepto, que lleva a las afectadas a emplear herramientas inútiles en el cultivo de una cultura corporativa fuerte. Para afrontar esa cuestión, resulta más útil trabajar intangibles que adquirir tangibles de dudoso rendimiento. De hecho, la apuesta por la cultura no se caracteriza por acumular muchos ceros.

Aunque gestar una gran cultura exige mucha inversión emocional, liderazgo sensato y un trato genuino del activo humano, es una jugada de bajo coste financiero con un alto rendimiento económico”, matiza David Lapin, CEO de la consultora Lapin International. El resultado de dicha estrategia, además, es inimitable por parte de la competencia.

Claro que el camino para llegar hasta ahí no es nada sencillo. HBR resalta cuatro áreas a pulir para ello:

  • Solvencia en el liderazgo.
  • Credibilidad del mensaje.
  • Implicación de los empleados.
  • Identificación de la plantilla con los resultados de calidad.

Casi la mitad de los empleados encuestados informaron de un énfasis insuficiente de liderazgo en la calidad, y sólo el 10% encontró creíbles los mensajes de calidad de su empresa”, apuntan tras analizar la muestra.

Los números no son nada alentadores, y no prometen serlo en los próximos años. Aunque el énfasis en el área de Compliance o cumplimiento está permitiendo a las empresas abandonar el oscurantismo analógico y ser coherentes en el escenario virtual perpetuo, el cruce entre la Transformación Digital, la concentración empresarial y la crisis del coronavirus solo arrojan incertidumbre. Y la cultura no es amiga de ese sentir.

Dinamismo perpetuo

En un mercado orientado hacia la digitalización de procesos y métodos, las decisiones se han de tomar deprisa, y eso puede provocar desajustes que enturbien la conexión filosofía-mensaje.

Así lo refleja el director general del banco Santander, Víctor Matarranz. “Tenemos que transformar nuestra cultura. No porque antes fuera errónea, sino porque todo ha cambiado drásticamente en los últimos años.”

Adaptar la cultura al entorno digital no implica solo orientar la forma de pensar y planificar, sino también deconstruir el ser mismo de la empresa. Solo se libran de este proceso las startups y nativas digitales, pero los efectos de la carrera por la vanguardia se perciben en todos los rincones de los mercados.

De dicho reto se han de encargar los directivos y managers; figuras situadas en espacios con cierta perspectiva, que pueden identificar necesidades y ofrecer medidas para cualificar la personalidad y el modus operandis de la organización de la forma más óptima.

Teniendo en cuenta el entorno económico, el año que comienza precisará de un equilibrio cuidadoso entre el enfoque a corto plazo, la agilidad a medio y los planteamientos a largo plazo de las compañías, y una monitorización constante de la estrategia”, recoge KPMG en el estudio “Extender la confianza”.

Por tanto, a medida que las prioridades de los stakeholders vayan evolucionando, la empresa se ve empujada a adquirir competencias intangibles capaces de satisfacer y anticiparse a las partes, al tiempo que lidera la posición cultural más flexible demandada por lo digital.

Fusiones y absorciones

La aritmética no aplica al mundo empresarial. Cuando una corporación absorbe a otra, o se fusiona en igualdad de condiciones, las estructuras y recursos de las partes no se suman sin más.

De hecho, este tipo de movimientos (integración horizontal, sinergia operativa, ventajas fiscales desaprovechadas, uso de fondos de excedentes, etc) suelen estar auspiciados por un deseo de optimizar gastos y recortar en partidas operativas indispensables.

Ese mismo efecto afecta a la cultura; una que se derrumba a medida que aparece nuevos códigos y patrones de identificación. La esencia resultante, incluso cuando se pretende vender la permanencia de la marca dominante sobre la adquirida, será parcial o completamente diferente a la que se presentaba en las empresas implicadas.

Si entre un 40 y un 60% de las fusiones terminan fracasando es porque los dirigentes de las organizaciones no son del todo conscientes del concepto “cultura” y de su importancia en el trámite. Sin esa implicación no se acontece correctamente el llamado proceso de “aculturación”; la desafección de valores divergentes y sustitución por elementos compartidos.

Tal y como recoge la profesora de la Universidad de Santiago de Compostela, María del Carmen Castro Casal, en “Dirección de conflicto cultural en fusiones y adquisiciones”, este trámite viene a ser la tensión dinámica entre dos fuerzas, y de él se extrae la clasificación en “asimilación”, “acomodación”, “separación” o “aculturación”:

  • La diferenciación cultural: el deseo de los grupos de mantener su propia identidad cultural.
  • La integración organizativa: la necesidad de que los grupos interactúen y trabajen juntos.

Lo más apropiado sería que la aculturación se diera de forma recíproca, pero la realidad es que una cultura siempre es más fuerte que otra, y termina provocando desigualdades inevitables. Las fases, sin embargo, suelen ser estáticas y homogéneas en todos los casos:

  • Contacto: los dos grupos se cruzan más o menos deprisa una vez da comienzo la fusión o la absorción.
  • Conflicto: dependiendo del tipo de unión, se produce un mayor o menor desencuentro. Es la compradora la que suele terminar imponiendo controles financieros y operativos que dictan técnicas directivas y la filosofía de gestión. Y ello deriva en divergencias.
  • Adaptación: los conflictos, o bien se terminan resolviendo, o se perpetúan, calcificando resentimiento e insatisfacción desde algún grupo. Cuando se logra, aparece un acuerdo sobre los elementos que se conservarán y los que serán modificados.

Se ha de aclarar que el proceso de aculturación no requiere dos culturas idénticas. Como bien matiza la consultora de PwC, Diana María Tenorio Eguizábal, “se basa fundamentalmente en el conocimiento profundo de ambas culturas y en la congruencia entre el modo de aculturación preferido por ambas partes. Cuando las dos empresas están de acuerdo con la forma de aculturación se reduce el estrés y se facilita la implantación”.

Del virus a la desconfianza

La cultura corporativa no es ni la estrategia de precios, ni la política laboral, ni siquiera el perfil de Responsabilidad Social Corporativa. Sus cambios se producen solo por una acumulación de factores sobre los que la dirección de la empresa no siempre tiene pleno control. Se parece más a un fenómeno holístico que a un campo de intangibles dependientes de la proactividad.

"Por más que se intenten promover nuevos valores y conductas a través de trípticos, la realidad demuestra que las vivencias, historias y opiniones de las personas que trabajan en la empresa son las que verdaderamente marcan la diferencia", explica Antonio Núñez, socio director de la antigua SCPF.

De ahí que la crisis del coronavirus haya supuesto un varapalo para cientos de empresas tradicionalmente competitivas; las prioridades de los consumidores han cambiado, pero las organizaciones no han sido del todo capaces de adaptarse a través de vacunas cortoplacistas. Es decir, que un spot o estático con mensajes socialmente comprometidos no basta para cambiar la cultura.

A diferencia de la crisis financiera de 2008, el coronavirus ha provocado un punto de inflexión sistémico que obliga necesariamente a revisionar la cultura. “Las empresas que hayan cultivado el presencialismo lo van a tener mucho más complicado ya que su estilo de dirección va a ser irrelevante en la era pos-Covid-19”, expone, como ejemplo, Óscar Torres, Director del programa B2B Management de EEE.

Por el contrario, aquellas que hayan apostado por la independencia y la confianza en la actuación de sus colaboradores, y en desarrollar una vinculación que sea un compromiso real con la empresa y su propósito, verán recompensado sus esfuerzos”, continúa.

De esta manera, la liquidez disponible para invertir en campañas de publicidad más o menos divergentes no será la que determine qué empresa se alinea mejor o peor con la realidad.

Estas empresas y su cultura, su manera de hacer y el compromiso de las personas con la organización marcarán la diferencia, una diferencia que el cliente será capaz de detectar y valorar”.

Por todo ello resulta inútil tratar de evaluar qué empresas se han adaptado mejor culturalmente a la crisis. No será hasta dentro de unos años, cuando las experiencias y vivencias hayan moldeado los códigos compartidos por los agentes de cada organización, cuando se perfilarán claros ganadores.

El estudio Great Place To Work, que cada año pregunta a miles de trabajadores para crear una clasificación con las mejores empresas en las que trabajar, destaca en 2020 a empresas como Lilly, Mars Iberia, SAS Institute o Mundipharma, pero sus recompensas no se derivan de campañas o políticas concretas.

Al final, “las medidas específicas necesarias para ayudar a una organización a transitar desde un entorno de calidad basado en normas a una verdadera cultura de calidad diferirá de una empresa a otra, pero el primer paso del proceso será siempre el mismo: los directivos deben decidir que merece la pena perseguir una cultura de calidad”, concluye HBR.

En Yoigo Negocios estamos comprometidos con la evolución de las empresas en línea con el progreso social y económico. Sabemos lo complicado que es para las empresas dominar el cultivo de la cultura corporativa, y por eso contribuimos con nuestro granito de arena a aquellas que están interesadas en la materia. Si tú gestionas una de ellas llama al 900 676 535 o visita nuestra web para informarte.