Olivetti: La marca que revolucionó del entorno laboral desde el diseño


Aunque la comparación pueda resultar exagerada para la generación actual, a mediados del siglo XX, en una época en la que los dispositivos digitales todavía no habían desbancado a los aparatos mecánicos, Olivetti era el equivalente a Apple.

Al igual que la compañía de Steve Jobs, la italiana no solo ponía al alcance de empresas y particulares soluciones para sus necesidades profesionales, sino que lo hacía prestando especial interés a los materiales, el diseño, la usabilidad y la comodidad.

Mientras que otras empresas seguían utilizando el metal como material exclusivo y abusaban del ornamento, Olivetti creó calculadoras y máquinas de escribir de aspecto minimalista, con partes fabricadas en plástico que resultaban elegantes, notorias y fáciles de transportar.

Desde Italia, para el mundo

Históricamente, la industria italiana siempre ha prestado una gran atención al diseño y la belleza de sus productos, tal vez por influencia de su rica herencia cultural y artística. Ejemplo de ello son marcas como Ferrari, Fiat, Prada y, por supuesto Olivetti, empresa familiar fundada en 1908 por Camilo Olivetti y cuyo lema era "la primera fábrica nacional de máquinas de escribir".

Consciente de la utilidad de esas herramientas para el mundo de la empresa moderna, Camilo Olivetti decidió entrar en el negocio de las máquinas de escribir sin importarle no tener experiencia previa en el sector y sin licenciar modelos de otras compañías.

Su intención era crear la primera máquina de escribir netamente italiana y, si bien lo consiguió, hubo que esperar dos años para que de los talleres de la compañía saliera la primera unidad.

Se trataba del M1, un modelo compuesto por más de 3000 piezas fabricadas y ensambladas manualmente, que fue presentado en la exposición universal celebrada en Turín en 1911. Tenía un precio de 500 liras —que, con el aumento del coste de la vida, equivaldría a unos 2000 euros actuales— y, a pesar de no ser asequible a todo el mundo, Olivetti tuvo dificultades para satisfacer toda la demanda de pedidos.

El método de fabricación era completamente artesanal y la empresa apenas podía producir 23 máquinas a la semana. Para solucionar el problema, Adriano Olivetti, hijo del fundador, viajó en 1925 a Estados Unidos con la intención de incorporar a la factoría italiana soluciones que permitieran una producción industrial.

Sin embargo, la crisis económica mundial derivada del crac del 29, obligó a posponer los planes de modernización. A cambio, y para compensar la bajada de la demanda, Olivetti optó por ampliar su red comercial y abrir sucursales en otras ciudades europeas como Barcelona, donde, en 1930, se constituyó la compañía Hispano-Olivetti.

Un año más tarde, ya había 15 sucursales de la filial española, cuya publicidad recordaba que, aunque era una marca italiana, las máquinas estaban fabricadas con "manos españolas".

La oficina moderna

En 1938, un cuarto de siglo después de su fundación, Olivetti adquirió la forma jurídica de Sociedad Anónima, amplió su catálogo con nuevos modelos de máquinas de escribir y comenzó a fabricar otros productos, como calculadoras y télex.

Además, aprovechó su penetración en el sector de las oficinas lanzando Synthesis, una colección de muebles y archivadores con una estética moderna, gracias a su cuidado diseño y al uso de materiales inusuales en la oficina de la época como, por ejemplo, maderas laminadas o el aluminio cromado.

Sin embargo, la buena marcha de la empresa se vio empañada por el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el fallecimiento del fundador. Este hecho precipitó el relevo en la dirección, que pasó a manos de su hijo Adriano quien, además de poner por fin en marcha las innovaciones que había visto en Estados Unidos, apostó aún más por el diseño y la arquitectura como rasgo diferenciador de la marca.

En 1958, por ejemplo, la compañía encargó a Carlo Scarpa el moderno showroom de la ciudad de Venecia y, dos años después, se inauguró en Ivrea la nueva sede de la compañía proyectada por los arquitectos Figini y Pollini, que crearon un edificio con la fachada totalmente de vidrio.

La solución, inusual en la época, permitió que Olivetti apareciera en todo tipo de publicaciones especializadas, generando así excelentes resultados publicitarios en medios ganados. Sin embargo, la mejor publicidad de Olivetti fue la fiabilidad de sus productos y su aspecto innovador que, durante buena parte de los años sesenta, fue responsabilidad del arquitecto y diseñador industrial italo-austriaco Ettore Sottsass.

El padre de Valentine

Nacido en Insbruck en 1917, Sottsass era hijo del también arquitecto Ettore Sottsass. Estudió en el Politécnico de Turín y, al acabar la carrera, se alistó en el ejército, combatió en la Segunda Guerra Mundial, fue hecho prisionero y pasó varios años en un campo de trabajos forzados en Yugoslavia.

Ya en tiempo de paz, abrió su estudio en Milán y, en 1958, por iniciativa del propio Adriano Olivetti, comenzó a trabajar para la compañía en el departamento de aparatos electrónicos, con el compromiso de crear modelos innovadores y atractivos desde el punto de vista estético.

Entre sus aportaciones a la compañía estuvo incorporar nuevos materiales como el plástico y utilizar una gama de colores brillante y potente, poco frecuente en ese tipo de productos en esa época. Siguiendo esa tendencia rupturista, Sottsass creó modelos como la Studio 45, la Lettera 36, la calculadora eléctrica Summa 19, el ELEA 9003 —el primer ordenador personal italiano— y la que tal vez sea su diseño más icónico: el modelo de máquina de escribir Valentine.

De color rojo, porque, según Sottsass, "el rojo es el color de la bandera comunista, el color que hace que un cirujano se mueva más rápido y el color de la pasión", la Valentine era una máquina ligera, que había simplificado su diseño hasta dejarlo en lo esencial.

Se presentaba en un maletín también de plástico, que facilitaba su transporte porque, como defendía su creador, "la Valentine se ha diseñado para todos los ambientes, menos para la oficina".

Sottsass no estaba equivocado. Lanzada en 1969, desde ese mismo año la Valentine fue incluida en la colección de diseño industrial del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) y, más de cinco décadas después, cuando ya no está presente en las oficinas, continúa expuesta junto a otros hitos del diseño moderno.

Adaptarse a los nuevos tiempos

Entre los objetos que acompañan al modelo Valentine en el MoMa se encuentran el bolígrafo Bic, el Volkswagen escarabajo, un tocadiscos de Dieter Ramns para Braun o el iPod, diseñado por Jonathan Ive para Apple y que es uno de los hitos del diseño industrial más recientes, tanto en lo que se refiere a su estética como a su tecnología.

De hecho, fueron los avances tecnológicos los mayores retos a los que se tuvo que enfrentar Olivetti a principios de la década de los 70. Aunque todavía estaban en una fase muy primitiva, la aparición de los ordenadores, con su enorme potencial, anticipaba que las máquinas de escribir y las calculadoras, dos de los productos estrella de Olivetti, tenían los días contados.

Con intención de no quedarse descolgada, durante el bienio 1974 y 1976, la empresa italiana se centró en el desarrollo de modelos como el Audit 7 o el Audit 5, dos dispositivos que, gracias a su pequeña memoria y la posibilidad de realizar operaciones matemáticas, podían considerarse ordenadores personales, aunque su aspecto seguía siendo el de una máquina de escribir eléctrica.

Esta apariencia no fue algo azaroso, sino una decisión consciente de la compañía, destinada a que los trabajadores de las oficinas no se sintieran intimidados por un diseño diferente al que estaban acostumbrados.

Sin embargo, ese conservadurismo en el aspecto también se dejaba notar en sus prestaciones, lo que hizo que no resultasen competitivos respectos a productos similares de otras marcas. Por si esto no fuera bastante, algunos fallos de diseño, como el sobrecalentamiento y su lentitud a la hora de realizar algunas tareas, hicieron que quedasen obsoletos muy pronto.

A pesar de esa mala experiencia con los Audit, Olivetti decidió lanzarse al mundo de los ordenadores personales programables. Fruto de ese empeño surgieron los modelos TC 800 o el P6040, con un sistema de discos flexibles para guardar datos o ejecutar programas, que, poco a poco fueron desplazando a las máquinas de escribir.

En 1977, los productos informáticos representaban ya el 42% de la facturación de la compañía. Además de indicar que no había vuelta a atrás en el camino de la modernización tecnológica, este dato provocó que la empresa hiciera una ampliación de capital, la primera desde 1962, con objeto de enfrentar esos nuevos retos empresariales.

Gracias a esa inyección financiera se creó Olteco, siglas de Olivetti Telecomunicazioni, que desarrolló nuevas máquinas de de télex o los ordenadores personales M20 y M24, al tiempo que establecía alianzas con otras compañías mejor posicionadas en sectores como la informática, la telefonía o los dispositivos electrónicos. Entre ellas, la estadounidense AT&T, la lituana Omnitel, la japonesa Canon o la British Telecom inglesa.

No obstante, la operación que realmente permitió a Olivetti adaptarse a las exigencias del mercado actual no fue fruto de la alianza con otras empresas, sino de la adquisición, a través de una OPA del 51% de las acciones de uno de los gigantes de la telefonía italiana: Telecom.

Objeto de colección

Más de un siglo después de su fundación, poco queda de la Olivetti que asombró al mundo entero con sus máquinas de escribir fiables, duraderas y magníficamente diseñadas.

La tecnología y los usos sociales han hecho que la compañía italiana siga siendo relevante, pero no en el campo de las máquinas de escribir o en el de los ordenadores personales, en los que hace tiempo que desistió de competir con gigantes como HP, Microsoft o Apple, sino en el de la telefonía móvil.

En la actualidad, Olivetti compagina las actividades en ese sector, con el diseño y fabricación de impresoras para el ámbito doméstico, las impresoras para el sector bancario, las fotocopiadoras, las máquinas registradoras para el comercio o las Terminales Punto de Venta (TPV).

No obstante, y aunque los millennials desconozcan el pasado glorioso de la compañía e incluso no sepan qué es una máquina de escribir, Olivetti seguirá siempre vinculada a este invento que, en su momento, fue una revolución de enorme trascendencia social.

De hecho, no es extraño encontrar en Internet particulares que pagan cantidades considerables por antiguas máquinas Olivetti cuya utilidad, en la época de los teléfonos móviles y las redes sociales, es meramente decorativa, lo que, por otra parte, no es poca cosa para un objeto de uso cotidiano.

El caso más llamativo de ese mercado de coleccionismo lo protagonizó hace unos años Cormac McCarthy. El escritor norteamericano, autor de La carretera y No es país para viejos, adquirió en 1963 en una casa de empeños de Tennessee una Olivetti Lettera 32, por la que pagó 50 dólares y que le ha acompañado a lo largo de casi toda su vida profesional.

Según sus propias declaraciones al diario The Guardian, "he escrito en esta máquina todos mis libros, incluidos tres no publicados. También todos los borradores y la correspondencia. Calculo que habrán sido aproximadamente 5 millones de palabras durante un período de 50 años".

Hacia 2009, la máquina de McCarthy, que nunca fue limpiada, revisada ni arreglada, "más allá de quitarle el polvo con una manguera en una estación de servicio", comenzó a mostrar signos de agotamiento, por lo que el escritor decidió comprar un modelo exactamente igual a un amigo, subastar la antigua en la casa Christie’s y donar lo recaudado.

El precio estimado estaba entre 15.000 y 20.000 dólares. Sin embargo, la máquina se acabó rematando por 254.500 dólares, que fueron destinados al Santa Fe Institute, organización dedicada a realizar investigaciones basadas en la teoría de sistemas.

Si bien algunas personas pueden pensar que abonar esa cantidad por una simple máquina de escribir Olivetti es desmesurada, el experto en literatura y archivos Glenn Horowitz comentó a The Guardian que "que algunas de las ficciones más complejas de la era de la posguerra se compusieran en una máquina tan simple, funcional y de aspecto frágil, le confiere a la máquina de escribir de Cormac una especie de cualidad talismánica. Es como si el monte Rushmore hubiera sido tallado con una navaja suiza".