Eduardo Barreiros fue uno de los pioneros de la industria de la automoción en el siglo XX, y una estrella española pues modernizó el tejido del país gracias a sus innovaciones. Un logro que resulta aún más admirable habida cuenta de que el empresario gallego desarrolló su labor sin tener estudios y en condiciones de precariedad debido a las consecuencias de la Guerra Civil.
A pesar de esas dificultades, Barreiros supo construir una empresa sólida y rentable cuya fama llamó la atención de empresas extranjeras como la mítica Chrysler, que llegó a asociarse con él en los años sesenta.
En el año 1988 el realizador Francis Ford Coppola rodó Tucker: un hombre y su sueño. Un biopic sobre Preston Tucker, empresario estadounidense que revolucionó el sector automovilístico de su país gracias a una serie de mejoras. Estas fueron desarrolladas de manera independiente y sin contacto con las grandes marcas de la época.
Interesado por los coches desde niño, Tucker comenzó a familiarizarse con la mecánica a la edad de 16 años cuando reparó un vehículo viejo que posteriormente vendió. Aunque la necesidad de conseguir unos ingresos fijos hizo que se incorporase al departamento de policía de Lincoln Park en Michigan, acabó abandonándolo para dedicarse a lo que realmente le gustaba: los automóviles.
Concluida la Segunda Guerra Mundial, Tucker puso en marcha Tucker Corporation, a través de la cual lanzó su modelo Tucker Sedan 48. Popularmente conocido como Tucker Torpedo, un vehículo de diseño futurista que incorporaba novedades como los cristales inastillables para proteger a los pasajeros en caso de colisión, motor de inyección, frenos de disco y faros móviles, que permitían iluminar la carretera siguiendo la trayectoria del vehículo.
La propuesta de Tucker, no cayó bien entre industria del automóvil estadounidense ni entre las autoridades del país, que hicieron todo lo posible por dificultarle su labor. Además de numerosas trabas burocráticas que le impedían conseguir las licencias de fabricación, el empresario acabó siendo acusado de fraude por la comisión de bolsa y títulos valores.
Si bien fue absuelto de los cargos, al finalizar el proceso judicial Tucker estaba arruinado y agotado por lo que, en 1950, decidió aceptar una oferta para trabajar en Brasil donde diseñó y desarrolló un automóvil deportivo que no llegó a fabricarse. Seis años después, y tras diagnosticársele un cáncer de pulmón, falleció en su casa de Michigan.
Aunque parezcan universos diferentes, la vida de Preston Tucker se parece mucho a la del empresario gallego Eduardo Barreiros. Salvo los problemas judiciales, las similitudes entre los dos personajes son tantas que también Hollywood le hubiera podido dedicar al español una película en la que se narrase su origen humilde, su aprendizaje autodidacta y las trabas impuestas por las autoridades franquistas a su actividad empresarial.
Sin embargo, cuando los estadounidenses se fijaron en Barreiros no fue precisamente para hacerle una película, sino para aprovechar sus logros y, posteriormente, expulsarle de la empresa que había fundado. De hecho, como sucedió con Tucker, Barreiros también buscó refugio en Iberoamérica donde desarrolló diferentes proyectos hasta su repentino fallecimiento en Cuba en 1992.
Eduardo Barreiros nació en 1918 en Gundiás, una parroquia perteneciente a la provincia orensana de San Miguel del Campo. Pasó parte de su infancia en Gran Canaria, isla a la que su padre se había marchado a trabajar, y de la que la familia al completo regresaría en 1925.
A partir de entonces, el padre comenzó a explotar una línea de transporte de viajeros con un autobús que había comprado de segunda mano. Sin embargo, para la buena marcha del negocio fue necesario que el joven Eduardo dejase sus estudios a la edad de doce años y comenzase a ayudar a su padre en tareas como la de cobrador, revisor y, la que marcaría su vida a partir de entonces, la de mecánico.
La habilidad del muchacho con los motores hizo que su familia lo enviase como aprendiz a un taller de automóviles donde amplió su conocimiento del oficio hasta que el estallido de la Guerra Civil interrumpió de nuevo su formación.
Alistado como voluntario en el bando franquista, lo que posteriormente le facilitaría las cosas durante la postguerra, Eduardo Barrerios estuvo encargado del transporte de mercancías en los frentes de Guadarrama, Extremadura y Toledo, antes de regresar a su Galicia natal al finalizar la contienda.
A partir de 1939, los Barreiros retomaron su labor en el sector del transporte de pasajeros. Adquirieron en desguaces nuevos autobuses que eran reparados por Eduardo que, cuando veía imposible hacerlos funcionar, los desmontaba y vendía por piezas.
Si bien esta actividad no era boyante, comenzó a reportarle dinero suficiente para mantener a su familia y pagar los estudios de sus hermanos, algunos de los cuales le acompañarían en sus aventuras empresariales posteriores.
A pesar de esa buena marcha de los negocios, el sueño de Barreiros no era tanto explotar las líneas de transporte de su padre como dedicarse en exclusiva a los vehículos de motor. Por ello, en 1945, decidió vender las licencias, los autobuses y montar su propia empresa a la que llamó BECOSA, acrónimo de Barreiros Empresa Constructora, Sociedad Anónima.
Con BECOSA y gracias a los buenos contactos realizados en la guerra, Barreiros comenzó a obtener contratos para realizar obras públicas en Galicia. Unos encargos que realizaba con mejores resultados que sus competidores, gracias a que disponía de una maquinaria de la que ellos carecían, sencillamente, porque era fabricada al efecto por el propio Eduardo.
Si bien es cierto que la escasez de maquinaria industrial en la España de los 40 era prácticamente total, en sus visitas a los desguaces Barreiros se dio cuenta de que lo que sobraba en el país eran motores de tanques, aviones y camiones, que habían quedado inservibles después de la guerra.
Aunque se trataba de motores de gasolina, el empresario descubrió que con una fácil modificación podían ser convertidos a diésel, combustible más económico y fácil de conseguir en época de escasez.
De ese modo, el siguiente emprendimiento de Barreiros fue el de convertir motores de gasolina en diésel. Una iniciativa que tuvo tanto éxito que, en 1952, decidió abandonar Galicia e instalar su empresa en una nave industrial adquirida en Madrid y, dos años más tarde, fundar Barreiros Diésel, cuyo objetivo ya no sería la transformación de motores sino la fabricación desde cero de vehículos de uso industrial.
El problema fue que, como le sucedió a Preston Tucker, Barreiros no formaba parte de la industria del automóvil ni de la cúpula burocrática que autorizaba ciertas actividades en esa época de escasez y autarquía. Por esa razón, desde el Instituto Nacional de Industria, algunos de cuyos miembros nunca disimularon la hostilidad que sentían hacia él, le pusieron mil y una trabas para poder sacar adelante sus proyectos.
Esta incómoda situación hizo que las licencias de fabricación se retrasasen sin motivo o que los préstamos para la financiación no le fueran concedidos. Solo cuando Barreiros recibió el apoyo directo de Franciso Franco durante una demostración de sus automóviles realizada en El Pardo, los problemas se resolvieron casi en su totalidad. La hostilidad, no obstante, se mantuvo.
Resueltos los problemas administrativos y de financiación, los años 50 supusieron la expansión de Barreiros Diesel y las demás empresas derivadas de ella:
En 1957, por ejemplo, el Ministerio de Defensa de Portugal convocó un concurso internacional para la adquisición de trescientos camiones todoterreno que fue ganado por Barreiros, imponiéndose a empresas francesas, inglesas y estadounidenses. Dos años más tarde, comenzó a fabricar camiones para uso civil.
En 1960 se asoció con la firma alemana Hanomag para fabricar tractores y vehículos industriales en España, Portugal, África o Sudamérica y, en 1962, hizo lo mismo con la británica AEC, solo que con autobuses.
A pesar de su probada capacidad de producción, el catálogo de Barreiros estaba especializado en vehículos industriales y no incluía turismos. Una situación que no había sido buscada por el empresario, sino que, de nuevo, era producto de la hostilidad de los miembros del INI y de los responsables de algunos ministerios, que tenían intereses en SEAT y veían en el empresario gallego un peligroso competidor.
Hubo que esperar a que una de las marcas más importantes de la automoción mundial, Chrysler, propusiera un acuerdo de colaboración para que Barreiros obtuviera la licencia para fabricar modelos utilitarios de las marcas Dodge y Simca que, de nuevo, no solo se vendieron en España sino también en una veintena de países en todo el mundo.
El acuerdo con Chrysler suponía la cesión del 40% de las acciones de Barreiros a la compañía estadounidense, que exigió modernizar las instalaciones de las fábricas españolas. Dicho acuerdo obligaba también a hacer una ampliación de capital posterior para la que, de nuevo por trabas administrativas, Barreiros no consiguió financiación.
Incapaz de poder cubrir su parte con dinero, el empresario tuvo que renunciar un importante paquete de acciones de la compañía en beneficio de Chrysler que, a partir de entonces, pasó a tener el 70%, porcentaje más que suficiente para tomar cualquier decisión, incluida la de forzar la marcha de Barreiros, cosa que acabó sucediendo en 1967.
La salida de Barreiros de la empresa que había fundado fue compensada con alrededor de seiscientos millones de pesetas (más de 3.500.000 de euros sin hacer la actualización del coste de la vida entre 1967 y 2020). Una cantidad más que suficiente para poner en marcha nuevos emprendimientos en el campo del automóvil que hubieran hecho la competencia a Chrysler y a cualquier otra marca.
Para evitarlo, la empresa estadounidense hizo firmar a Barreiros un acuerdo por el cual el español se comprometía a no proyectar, fabricar o comercializar cualquier tipo de motor o vehículo ni realizar cualquier tipo de actividad relacionada con la automoción durante un período de cinco años. Fiel a una de sus máximas empresariales, aquella que decía que había que hacer siempre honor a los compromisos, Barreiros cumplió.
Inquieto y curioso, durante el tiempo que estuvo alejado del mundo del automóvil, el empresario probó suerte en otros sectores. Adquirió grandes extensiones de tierras y las dedicó a la siembra de cereales, compró viñedos e hizo vino y crió granado, llegando a tener alrededor de veinte mil animales.
Sin embargo, su cabeza seguía estando en los motores. Por eso, cuando en 1974 quedó liberado del compromiso con Chrysler, Barreiros retomó su actividad en el mundo de la automoción, aunque, como le sucedió a Preston Tucker, no fue en su país de origen sino en Cuba.
La isla, víctima del embargo decretado por Estados Unidos desde los años 60 por diferencias políticas con el gobierno de Fidel Castro, carecía de industria automovilística y dependía casi totalmente de la producción soviética. Para intentar revertir esta situación, a principios de los 80 las autoridades cubanas convocaron un concurso para desarrollar un motor en las factorías.
Como había sucedido años atrás con el concurso del gobierno portugués, Barreiros, a través de su nueva empresa DIMISA (Diesel Motores Industriales, S.A.), se impuso a marcas como Mercedes Benz o Nissan y se adjudicó el contrato.
Sin embargo, consciente de la precariedad del país, Barreiros también puso en marcha un sistema semejante al que le había permitido prosperar en plena postguerra: transformar en diésel los motores soviéticos de gasolina que había en Cuba.
A pesar de las buenas perspectivas de la aventura cubana, Barreiros no pudo desarrollar todo lo que tenía en mente. La caída del muro de Berlín que, poco tiempo después, acabaría con la Unión Soviética, provocó que la superpotencia dejase de enviar productos, piezas y materias primas. Una situación que frustró el objetivo de Barreiros de fabricar diez mil motores al año.
A pesar de todo, este contratiempo no desalentó al empresario. Continuó trabajando hasta que, en febrero de 1992, falleció repentinamente en Cuba.
A punto de cumplirse los treinta años de su muerte, el legado de Eduardo Barreiros continúa vivo a través del Museo Eduardo Barreiros en Valdemorillo. Y, muy especialmente, de la Fundación Eduardo Barreiros, creada en Madrid en 1997 y cuyos fines son promover el conocimiento del diseño industrial, la investigación en el desarrollo de motores y fomentar el estudio en los dos campos anteriores.
Para ello, además de actividades culturales y acciones empresariales, la Fundación Eduardo Barreiros convoca ayudas académicas a personas que deseen desarrollar diferentes estudios e investigaciones, una iniciativa que está estrechamente vinculada a la trayectoria vital del empresario.
A pesar de su éxito y su talento para el diseño de motores y la gestión empresarial, Eduardo Barreiros nunca cursó estudios superiores. Sin embargo, cuando comenzó a ganar dinero con las transformaciones de motores en los años 40, hizo todo lo posible para que sus cuatro hermanos pudieran seguir estudiando y adquirir esa formación reglada que él no pudo tener.
Ahora, gracias a la fundación que lleva su nombre, otras personas sin vínculo alguno con el empresario, también pueden acceder a ese conocimiento, independientemente de cuáles sean sus circunstancias económicas.