Evitar guerras, salvar imperios, pronosticar milagros económicos. La curiosidad del ser humano por el futuro se remonta a los primeros vestigios tribales. Los mitos primero, y la religión después, confería un salvoconducto moral a la imposibilidad de precisar el porvenir.
Los disparos erráticos de oráculos, chamanes y charlatanes solo servían para inculpar a individuos o ajustar la realidad a los relatos mitológicos. Ahora, la tecnología nos impulsa a seguir creando mitos apoyados en el progreso, la ciencia ficción y el amarillismo mediático en torno a la ciencia.
En el siglo VIII antes de Cristo, los romanos creían que su ciudad sería destruida en los siguientes 12 años por la supuesta revelación de unas águilas. Como no se cumplió, 100 años después sus descendientes volvieron a reinterpretar la profecía imaginando que cada ave representaba una década.
Así, la gran urbe de la Antigüedad sería borrada del mapa 120 años después de su fundación. Tampoco se cumplió, claro, y ya en el 380 a.c., el rumor volvió con fuerza apuntando a que la respuesta estaba en el número de días del calendario solar.
Ni aquellos crédulos ni el comandante edomita Simón Bar Giora, el Papa Clemente, el obispo Hilario de Poitiers y el clérigo Martín de Tours acertaron. Igual que no lo hicieron otro centenar de personajes históricos en referencia con debacles, acontecimientos catastrofistas o eventos de no retorno.
“En sociedades no modernas los individuos no tienen este miedo hacia el futuro porque de alguna manera su cultura provee las respuestas con mitos o certezas del mundo”, explica el sociólogo Jean Paul Sarrazin. “No hay nada que preguntar o temer porque las cosas ya están establecidas”.
Así, durante siglos la Historia se fue escribiendo por los fracasos de grandes gobernantes, generales y políticos que confiaban en estas historias para encontrar respuestas frente a la incertidumbre. Con la llegada de la ciencia, esta sustituyó a la religión como vademécum de interrogantes existenciales, pero continuó incurriendo en fallos por las limitaciones de los modelos de estudio.
Tampoco los modelos económicos fueron capaces de eliminar del todo la incertidumbre; erraron para predecir el ‘crack del 29’, subestimaron la crisis del petróleo en los años 70, y se toparon de frente con la realidad en la recesión financiera mundial del pasado 2008. ¿Por qué entonces seguimos intentando conocer el futuro? Por una simple cuestión biológica.
El cerebro humano está diseñado para imaginar y reafirmar sus propios sesgos; para evitar el malestar que genera la incertidumbre. La neurociencia lleva desde la década de los 80 estudiando esta cuestión y apuntando a una misma conclusión: nos pasamos el día viajando en el tiempo, pensando “especialmente en los acontecimientos de los últimos días o en las actividades futuras de los próximos días”.
Esto, que comprobó científicamente Nancy Andreasen en 1995, respondía a una conducta que ha influenciado de forma determinante el devenir de la especie, y que a nivel social lleva desde la Revolución Industrial se apoya en el progreso tecnológico para dibujar todo tipo de utopías.
“Lo que mejor nos distingue es la capacidad de contemplar el futuro”, explica el psicólogo Martin Seligman a New York Times. “Homo prospectus sería un nombre más adecuado para nuestra especie, porque prosperamos considerando nuestras perspectivas. Es el poder de la prospección el que nos hace sabios”.
Basta con revisar algunas de las predicciones —ahora absurdas— que se hicieron a principios del siglo XX frente al futuro tecnológico, para confirmar el consenso científico: personas voladoras, tanques eléctricos, robots maquilladores, etc.
En la actualidad, el efecto rupturista y transgresor que ha tenido la pandemia de la COVID-19 en todas las sociedades, ha impulsado el deseo de consolidar las tendencias digitales más recientes en una realidad futurista que los estudiosos fijan desde el año 2030 en adelante. Y es ahí donde entran en juego las proyecciones laborales.
Tomas un hecho de la realidad, le aplicas una serie de estereotipos y lo proyectas hacia el futuro considerando ceteris paribus para que la premisa se cumpla. En la mayoría de los casos lo hará no porque se haya acertado, sino porque el sesgo de confirmación habrá empujado a trabajar y esforzarse para que así sea.
¿Qué pasará con los programadores del futuro? ¿Y con los informáticos? ¿Seguirán los periódicos necesitando periodistas, o se valdrán de máquinas inteligentes? La mayoría de los análisis tienden a adoptar inconscientemente las etiquetas sci-fi del cine y la literatura para imaginar cómo será el empleo del futuro tomando de referencia los datos actuales.
Como bien explica Dan Gardner, autor del libro “Future Babble”, “a pesar de contar con estadísticas y con el razonamiento, los expertos suelen orientar sus juicios hacia lo que sienten que es verdad. Y al hacerlo se dejan engañar por un sesgo común. Esta tendencia de tomar las modas actuales y proyectarlas hacia el futuro es el punto de partida de la mayoría de los intentos de predicción”.
Y por eso precisamente suelen fallar. Hoy el Big Data, la Inteligencia Artificial o el Internet de las Cosas, entre otras pulsiones digitales, mueven miles de millones de dólares al año desde industrias cada vez más pujantes, y es posible que eso derive en un mercado laboral con puestos digitalmente cualificados. Pero no hay ningún dato que lo asegure al cien por cien.
Esto, sin embargo, no impide que empresas y gobiernos sigan confiando en los informes que publican las consultoras más reputadas. El mismo Gobierno español presentó en mayo un proyecto llamado “España 2050”, en el que se define la hoja de ruta para las políticas del futuro, mirando de reojo los estudios disponibles actualmente.
No, ni este ni ningún otro esfuerzo de cambio —o formación en el plano laboral— es fútil pese al margen de error de los pronósticos. Tomar como referencia un modelo teórico permite orientar las inversiones, el tiempo y el trabajo para tratar de confirmar las ideas proyectadas.
“La propia agricultura habría sido inimaginable sin un modelo de trabajo de futuro: predecir los cambios estacionales, visualizar las mejoras a largo plazo derivadas de la domesticación de los cultivos”, apunta el escritor y divulgador científico Steven Johnson.
“Los sistemas bancarios y crediticios requieren mentes capaces de sacrificar el valor del presente por la posibilidad de mayores ganancias en el futuro. Para que las vacunas funcionen, necesitamos pacientes dispuestos a introducir un patógeno potencial en sus cuerpos para obtener una protección de por vida contra la enfermedad”.
Mirando pues hacia la próxima década, de entre todas las incertidumbres que rodean a las economías mundiales, la única conclusión que parece encontrar consenso entre colectivos e instituciones es el de la necesidad de adaptación.
En el futuro la automatización habrá destruido millones de empleo en todo el mundo. La OCDE calcula que el 14% de todos los puestos de las economías más ricas del mundo están en alto riesgo de robotización. En España, donde el sector terciario tiene mucho peso, ese porcentaje se eleva hasta el 21,7%.
Mire donde se mire, todos los estudios apuntan hacia una reestructuración del mercado laboral. De acuerdo con MacKinsey, el 8,3% de los trabajadores españoles deberán migrar en 2030 hacia otros empleos ¿nuevos o ya conocidos? La consultora expone una lista con los perfiles que más y menos crecerán.
“Antes de la pandemia, las pérdidas netas de puestos de trabajo se concentraban en ocupaciones de renta media en el sector manufacturero y en algunos trabajos de oficina, lo que reflejaba la automatización, mientras los puestos de renta baja y los de renta alta seguían creciendo”, señala el estudio.
Tras la crisis y la carnicería del mercado por abajo ahora “casi todo el crecimiento de la demanda laboral se producirá en los empleos de salarios altos”, remarca. “En el futuro, para seguir trabajando, más de la mitad de los trabajadores con salarios bajos desplazados podrían tener que cambiar a ocupaciones con salarios más altos y adquirir habilidades diferentes”.
Esta renovación formativa estará en 2030 liderada íntegramente por generaciones nativas digitales. Es decir, por los millennials —nacidos entre 1984 y el 2000— que serán más de 8 millones en activo, y por los centennials —nacidos desde el 2001 hasta la actualidad— que moverán casi 6 millones de personas empleadas.
Es a ellos a los que más les habrían de interesar las proyecciones que se están haciendo sobre el mercado laboral. La siguiente generación podrá pasar por el sistema educativo para tomar la mejor decisión en función de los datos que tengan, pero estos otros necesitarán complementar sus habilidades con formaciones adicionales.
De hecho la competencia será carnal porque las empresas antepondrán el talento natural al cocinado. Según un estudio de la Universidad Europea de Madrid, el 65% de los puestos de trabajo que hoy no existen serán ocupados en una década por menores que actualmente se encuentran en Primaria.
Listas hay muchas y no con pocas disparidades. Las consultoras y agencias de recursos humanos llevan más de un lustro tratando de predecir cuáles serán los puestos de trabajo del futuro; algunos parten de empleos ya existentes y otros apuestan directamente por la utopía tecnológica.
Desde Randstad encuentran un punto intermedio diversificando su enfoque en sectores que no se limitan a lo tecnológico.
Para hacer frente a las nuevas necesidades de mercado, las universidades por un lado deberán adaptar sus currículos, y las empresas por otro tendrán que implementar programas de formación específicos.
No será solo cuestión de tecnificar las habilidades de los trabajadores. La conquista de la Inteligencia Artificial exigirá que los empleados añadan valor a los procesos a través de habilidades más cualitativas que cuantitativas. O lo que es lo mismo: si la tecnología piensa por mí, yo tendré que pensar por ella.
“En comparación con otras tecnologías, la IA tiene una gama de aplicaciones sin precedentes que solo puede maximizarse a través de la creatividad y la imaginación de los usuarios y diseñadores”, recoge en un informe la OECD. “Esta maleabilidad es una de las grandes ventajas tanto de la IA como de la robótica y el big data”.
Ahora bien, “los beneficios de estas tecnologías sólo se pueden cosechar si se ponen al servicio de ideas originales y visionarias desarrolladas por humanos. Todo esto afectará a la demanda de competencias en 2030”, con especial incidencia sobre el transporte, la logística, la industria, el sector alimentario, la distribución y el frente educativo.
Desde McKinsey dividen el reto formativo en dos vertientes: la tecnológica (a nivel básico y avanzado) y la cognitiva.
“Los sistemas avanzados requieren personas que entiendan cómo funcionan y que sean capaces de innovar, desarrollarlas y adaptarlas”, remarcan. En Europa la demanda de habilidades de este tipo crecerá un 41% hasta 2030, con especial repunte en informática y programación (hasta un 90% de aumento).
Estos profesionales continuarán siendo minoría, y por tanto recibirán retribuciones y condiciones mejores que el resto. Ahora bien, las empresas también necesitarán que sus empleados medios tengan ciertas habilidades básicas. “Entre las 25 competencias que analizamos, estas son la segunda categoría que más crece con un aumento en Europa del 65%”.
Las también llamadas “soft skills” vivirán una época dorada en la próxima década por una razón muy sencilla: son las únicas que las máquinas no pueden dominar. De aquí a 2030 la demanda europea de estas competencias aumentará en todos los sectores un 22%. Dentro de la categoría destacará el espíritu empresarial seguido por el liderazgo y la dirección de personas.
“Algunas de estas habilidades, como la empatía, son innatas, otras, como la comunicación avanzada, pueden perfeccionarse y enseñarse”. Cada empresa tendrá que adoptar las estrategias de formación interna que considere oportunas, y los candidatos habrán de dominar cuestiones que no se enseñan en las universidades y las escuelas.
En este campo la automatización provocará una paradoja. Mientras crecerá la demanda de las habilidades cognitivas más elevadas, irán perdiendo fuelle entre las empresas las de corte más bajo porque la tecnología suplirá tales cuestiones.
Así por ejemplo competencias como la creatividad, el pensamiento crítico, la toma de decisiones y el procesamiento de información compleja vivirán un repunte de hasta el 14% en el Viejo Continente. Al mismo tiempo perderán valor la alfabetización y la aritmética más básica.
“La automatización afectará especialmente a las competencias básicas de introducción y tratamiento de datos, que se reducirán en un 19% en Estados Unidos y en un 23% en Europa entre 2016 y 2030”, indica el estudio. “El descenso se producirá en casi todos los sectores, ya que las máquinas se irán encargando progresivamente de las tareas sencillas”.
Aunque tradicionalmente se ha contrapuesto la Transformación Digital a los trabajos más manuales, lo cierto es que en el futuro seguirán teniendo un peso determinante en el mercado laboral. No estarán ligados con la tecnología —no al menos directamente— pero sí cubrirán demandas ya presentes en el mercado.
Así, el descenso en la demanda de estas competencias en las últimas dos décadas seguirá su avance hasta el 2030, cuando consagrará una caída del 16% entre las empresas europeas. Claro que esta tendencia no será del todo absolutista en términos de implicaciones laborales.
Tal y como explica McKinsey, “la combinación de habilidades físicas y manuales requeridas en las ocupaciones cambiará en función del grado de automatización de las actividades laborales”. Resulta evidente que la robotización llegará antes a los almacenes que a los hospitales, pero eso no evitará que los empleos tradicionales representen el 25% del mercado.
El caso de España en esta cuestión es realmente explícito porque la obsesión por la formación universitaria está provocando agujeros cada vez mayores en determinados sectores manuales. Cedefop estima en un estudio que el 65% de los puestos creados en 2030 tendrán que ser cubiertos por profesionales con algún tipo de FP.
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