Historia de Tesla: el gigante eléctrico que sí derrotó a Edison


Construir un mito sobre otro mito. Eso es lo que un par de emprendedores se propusieron en 2004. La misión, recordaba a una que un joven europeo había llevado a Estados Unidos varios siglos antes. De Nikola Tesla a Tesla.

Aunque hoy muchos asocian el nombre de la empresa automóviles eléctricos con el excéntrico Elon Musk, su parte en el proyecto en realidad solo se asocia al capital. Un dinero clave, sí, pero al fin y al cabo separado del proceso creativo.

La compañía que hoy genera más de 1.000 millones de dólares en facturación por cuatrimestre, no es por tanto revolucionaria porque su CEO lo sea, sino que este lo es porque la misión de la firma hace casi dos décadas ya llevaba ese ADN.

El mérito del magnate radicó en la capacidad de análisis frente a lo que por entonces era todavía una utopía. Algo sobre lo que el empresario ya tenía algo de experiencia gracias al fenómeno de Internet.

Musk tuvo la fortuna —y la astucia— de estar entre el bombo ganador de las "puntocom". Tras la venta de Paypal a eBay, cada uno de los accionistas tomó un camino distinto. Algunos terminaron fundando Youtube, otros LinkedIn. Musk lo apostó todo al espacio.

De los 180 millones de dólares que recibió, en 2002 dedicaría 100 para fundar SpaceX; la empresa que haría realidad el sueño de viajar a Marte. En esa época, el “visionario” tenía mucha liquidez, ganas de arriesgar y un deseo imperante de alimentar su ego.

Era un cazador en activo que iba detrás de proyectos todavía en proceso de germinación. Buscaba las bases ya construidas sobre las que levantar montañas de ideas alimentadas por una fuente inagotable de dinero. En 2003, un particular coche eléctrico llamó su atención. Era el germen de Tesla.

Para llegar ahí, no obstante, hay que viajar un poco antes de que su nombre estuviera asociado a los automóviles. Pues la historia de la compañía líder de la transición en movilidad, con un 23% de cuota de mercado en 2021, no se empezó a escribir con tinta muskiana.

El empujón que necesitaba el coche eléctrico

El diésel triunfaba en Europa, España lo alimentaba con importantes ventajas fiscales creyendo en sueños medioambientales caducos. Se emitían un 42,46% más de CO2 que en 1990 —en 2018 el margen era de 12,98%— y todavía se seguiría aumentando el porcentaje casi un lustro más. No había ninguna preocupación por el efecto invernadero.

El asunto no iba mucho mejor en el resto del continente. La Euro 3 dibujaba una preocupación temprana por las emisiones, pero la Comisión no llevaba ni una década trabajando sobre la cuestión. Los niveles de C02 comenzaban a bajar, pero muy tímidamente. Al otro lado del mundo la realidad antagónica.

contaminación co2 Europa

China todavía seguía aprovechando sus tasas de crecimiento sin atender a las emisiones. No seguían ninguna regla. Estados Unidos vivía anclada en el oro líquido y veía en el rival asiático un motivo para despegarse de normativas y seguir creciendo sin palos en las ruedas.

El Protocolo de Kioto se había puesto en marcah, pero más como algo simbólico que instrumental. Nadie, en definitiva, pensaba en el coche eléctrico. Claro que existía y se podía obtener en el mercado, pero solo los ingenieros y algún que otro consumidor con ganas de experimentar mostraban interés por él.

La realidad es que el automóvil de pilas dio sus primeros pasos a principios del siglo XX. Esa tecnología nació unos 50 años antes, pero no fue hasta ese entonces cuando modelos como el One Hundred Mile Fritchle o el La Jamais Contente hicieron algo de ruido comercial (a una escala bastante reducida). No obstante, aquella semilla murió con la irrupción de Ford en 1908.

Tendrían que pasar unas siete décadas para que el coche eléctrico volviera a la palestra. AMC o Renault habían hecho sus pinitos durante los años 60 y 70, pero nada que ver con el fenómeno que surgió en Estados Unidos a principios de los 90. Fue justo ese año cuando California puso en marcha la “Zero Emission Vehicle” (ZEV), que prometía un 2% de cuota para los cero emisiones en 1998, y un 10% para 2003.

Marcas como Chrysler o General Motors empezaban a despuntar. La primera con el Turbine, y la segunda con el EV1, un prototipo eléctrico al que solo podían acceder clientes de California, Georgia y Arizona a través de leasing en concesionarios Saturn. Tenía unos 160 kilómetros de autonomía y muy buen comportamiento en carretera.

Esto, lamentablemente, no le serviría para superar las 1.200 unidades vendidas en todo su ciclo. ¿El mercado no estaba preparado? ¿La comunicación no fue la correcta? El documental “Who Killed The Electric Car” trata de responder al misterio. Lo cierto es que en 2003 GM decide cesar su producción y reclamar todas las unidades vendidas para su reciclaje.

Fue en ese preciso momento cuando algunas startups dedicadas a la electrificación del sector, vieron una oportunidad de oro para continuar la labor del gigante americano.

El agua correcta para la semilla más fuerte

Aquel 2003 los ingenieros Marc Tarpenning y Martin Eberhard logran una pequeña financiación para fundar AC Propulsion. La empresa radicada en la entonces efervescente Sillicon Valley, tenía todos sus esfuerzos depositados en el T-Zero, un vehículo deportivo de altas prestaciones que prometía hasta 300 kilómetros de autonomía.

Queríamos crear un fabricante de coches que al mismo tiempo fuera una compañía tecnológica”, explicaba en ese momento Eberhard. GM había abandonado el EV1 porque pensaba que ni los chips ni las pilas estaban al nivel necesario para hacer realidad un modelo comercial viable. Martin, en cambio, si creía en una estrategia basada en “baterías, software y motores adecuados”.

Para desarrollar el T-Zero, habían dispuesto dos equipos; uno en el que estaban ellos mismos, y otro liderado por Ian Wright, otro loco de la automoción que había llegado a la empresa unos pocos meses más tarde. ¿Qué faltaba para que la idea prendiera? Exacto, dinero. Y en ello se pusieron, hasta que llegó la sorpresa.

En febrero de 2004 AC Propulsión lograría cerrar una serie A de 6,5 millones de dólares. El dinero, eso sí, venía de la mano de una sorpresa: Elon Musk. Ya hemos hablado de cómo el empresario estaba buscando canalizar su pasión por la electrificación tras salir premiado de Paypal.

Musk había experimentado con baterías de litio y confiaba en que el coche eléctrico sería la gran revolución del siglo XXI. Por eso, cuando vio en lo que estaban trabajando Eberhard, no dudó en aportar el 98% de la financiación. Sí, 6,5 millones de los 7,5 obtenidos salieron de su bolsillo. De un día para otro se había puesto al mando técnico de la empresa.

Nada de esto había sido casual, claro. Unas semanas antes, Musk mantuvo una interesante reunión con Jeffrey Brian Straubel. Este otro ingeniero compartía muchas similitudes con el magnate: había trabajado en vehículos híbridos con Rosen Motors, cofundó la empresa aeroespacial Volacom y fue parte de Pentadyne, el proyecto que desarrolló el primer inversor con 150 kW de potencia.

¿Por qué Elon le buscó? En 2002 Straubel se convenció de que las pilas de iones de litio estaban preparadas para dar el salto al automóvil. Desde ese momento comenzó a buscar socios por Silicon Valley para hacer realidad su sueño. Ahí coincidieron los dos hombres. J.B enamoró tanto a Musk con su idea basada en ultracondensadores, que este le prometió un 10% del dinero que necesitaba.

Poco tiempo después el empresario financiaría AC Propulsion, poniendo todas las cartas sobre la mesa. Musk había visitado con anterioridad la cocina de aquella empresa, y llevaba tiempo tratando de convencer a su responsable, Tom Gage, para que comercializara el prototipo. Pero no lo terminaba de conseguir.

Por supuesto, el dinero compra hasta las voluntades. Con la financiación de 6,5 millones de dólares el empresario mataba dos pájaros de un tiro: tumbaba las reticencias de Gage, y creaba el escenario perfecto para que este le propusiera fichar a Strauble y absorber su proyecto. J. B se convertiría en CTO en 2004, cuando Tesla Motors ya tenía nombre y apellidos.

Misión alternar a la combustión

El mercado tiende siempre a la eficiencia, y cuando la alcanza, resulta complicado introducir otras variables. Si Ford pudo imponerse a los intentos eléctricos de sus rivales hace un siglo fue porque el coche de combustión era más barato de fabricar, tenía mayor autonomía y resultaba más sencillo de mantener. Era, en definitiva, un mejor producto.

En 1879, la bombilla incandescente de Edison era más manejable que el vapor, se podía introducir en los hogares de todos los ciudadanos, y proporcionaba una energía mucho más efectiva. Sin embargo, tanto el automóvil de gasolina como la corriente continua tenían importantes inconvenientes. Pegas, eso sí, que no solapaban las ventajas.

Aquel revolucionario invento de Thomas implicaba que la electricidad fluyese en una sola dirección. Se necesitaban cables muy gruesos para transportarla, resultaba complicado moverla a grandes distancias (por encima de uno o dos kilómetros), y no permitía la transformación del voltaje. ¿Resultado? Nueva York se convirtió en una peligrosa maraña de cableado eléctrico.

nueva york 1800 edison

En 1848 llegaría a la ciudad Nikola Tesla, un joven de 28 años convencido de poder solucionar las desventajas de la corriente continua. Se reunió con Edison, y aunque no congeniaron, logro que este le prometiera 50.000 dólares si daba con la solución. Un año después se volvió a presentar con lo que hoy conocemos como corriente alterna. El genio, sin embargo, la desechó.

Thomas sabía que la idea era buena; hacer pasar la corriente por un transformador antes de transportarla, para reducir el voltaje y evitar tanto cable y electrocución. Quizás por eso alimentó durante la siguiente década “la guerra de las corrientes”. Una, que por cierto, solo consiguió ganar gracias al poder del capital y la fortuna. En 2003 AC Propulsion tomaba el nombre de Nikola para cobrarse la revancha.

En este caso el rival no era General Motors, sino toda una industria enclavada en el caduco petróleo. ¿El objetivo? Mejorar el coche de combustión en el único frente que suspende: el de las emisiones. Para eso era necesario dejar de lado toda la ingeniera desarrollada a lo largo de más de un siglo, para recuperar aquella alternativa sostenible de 1900.

El presente es de ustedes. Pero el futuro, por el que tanto he trabajado, me pertenece”. Tesla no mentía, porque 78 años después de su muerte unos emprendedores retomarían su labor “revolucionaria”, esta vez para tratar de transformar la movilidad de todo el mundo. Eso sí, Musk no cometería los mismos errores que Nikola.

La cocción del primer vehículo, el Roadster

Lo primero que hizo Musk en Tesla fue eliminar todo rastro de anteriores trabajos de AC Propulsion y comenzar un nuevo plan estratégico. Al fin y al cabo eran una nueva empresa y así debían venderse frente al público y los inversores. El empresario se puso al frente de diseño, convirtiéndose en la cara visible —y polémica— de la firma, mientras los ingenieros hacían su trabajo.

Desde un primer momento tuvo claro que los objetivos a alcanzar debían ser a largo plazo. Si Nikola necesitó todo un año para sorprender a Edison y todo Estados Unidos, Tesla necesitaría tres veces más tiempo para demostrar a los inversores y accionistas que las promesas de la compañía no se sustentaban en utopías o sueños inalcanzables. ¿Por qué tanto margen?

El principal escollo de Tesla eran los costes de producción, y por tanto de las unidades que debían llegar al mercado. Para que la tecnología de baterías se abaratase antes debían rodar los procesos, corregir desajustes y optimizar al máximo toda la cadena de valor. Nadie lo había hecho antes.

Como ya sabéis, el producto inicial de Tesla Motors es un deportivo eléctrico de altas prestaciones llamado Roadster”, explicaba Musk desde el blog corporativo en 2006. “Sin embargo, es posible que algunos no sepan que nuestro plan a largo plazo es fabricar una amplia gama de modelos, incluidos coches familiares de precio asequible”.

Ya entonces dejaba bien clara la misión de la empresa. “Es así porque el propósito general de Tesla Motors (y la razón por la que estoy financiando la empresa) es ayudar a acelerar el paso de una economía de minería y quema de hidrocarburos a una economía eléctrica solar, que creo que es la principal, pero no la única, solución sostenible”.

El Roadster era un prototipo basado en el Lotus Elise que cambiaba la motorización por baterías y gas natural —en 2017 se renovaría para apostar solo por la electricidad—, y la carrocería de fibra de vidrio por fibra de carbono (combinando eficiencia e imagen, sin olvidar que era un producto premium). Musk supervisaba su diseño, Straubel la mecánica y Eberhard las operaciones empresariales.

Mientras avanzaba el trabajo, se seguía labrando el reto mediático. En febrero de 2006 Musk dirige una segunda ronda de financiación en serie B. Se consiguen 13 millones de dólares a cambio de aceptar la participación de Valor Equity Partners. Ahora bien, el paso determinante para la viabilidad de los planes futuros de Tesla llegaría meses después.

La tercera ronda de financiación en la que también participó Elon junto a otros grandes nombres como la de los fundadores de Google, Sergey Brin y Larry Page, o el de Jeff Skoll, expresidente de eBay, consigue nada menos que 40 millones de dólares. Era el colchón perfecto para remachar el Roadster y prepararlo para su inminente presentación.

El 19 de julio de ese mismo año 350 afortunados conocieron el primer vehículo de Tesla en un evento privado de Santa Mónica. Las expectativas se cumplían; el coche tenía un aspecto ultradeportivo y presentaba unas cifras nunca antes vistas para un modelo eléctrico. La marca sabía que había generado mucho ruido, y no lo iba a desperdiciar.

En lugar de acortar los plazos del proyecto, decidieron alargarlos. El Roadster saldría a la venta en enero de 2008, pero las reservas ya estaban abiertas desde el mismo septiembre de 2006. Se firmaron unas 100 unidades para venderlas a nivel experimental a finales de este año, y se comenzaron a gestionar las miles de peticiones externas. Eso sí, el modelo final no pasaría a producción hasta marzo de 2007.

En febrero de 2008 Musk recibiría el primer Roadster oficial, el llamado P1. Tesla cerraría el ejercicio con 650 unidades vendidas. Parece poco, pero hay que entender que el modelo superaba los 100.000 dólares de precio, y que la capacidad de producción de la compañía por entonces era muy limitada. Tesla dependía de muchos proveedores para salir adelante.

De Lotus para el chasis, de la francesa Sotira para los paneles, de Auburn Hills para las cajas de cambio automáticas, y de la germana Siemens para los frenos, los airbags y las pruebas de seguridad. Pese a ser tan dependiente, la compañía lograba fabricar unos 25 vehículos a la semana. A finales de 2009 ya habían vendido 900 Roadsters, y en 2012 se superaban las 2.000 unidades.

Incertidumbre, persistencia y gloria

Tener que elevar el precio previsto del Roadster, desde los 65.000 dólares iniciales hasta los más de 100.000 finales obligó a reducir las previsiones de ventas. Todo el mundo hablaba de Tesla, pero Tesla era un negocio deficitario que sobrevivía única y exclusivamente gracias al apalancamiento. Esto terminaría generando fricciones internas.

Musk acabaría por despedir a Eberhard y recortar la plantilla un 10%. La compañía estaba al borde de la quiebra, pero el empresario supo mantenerse firme. El agua acabó apareciendo de manos de la NHTSA (la DGT estadounidense). Esta agencia dependiente del gobierno salvó a Tesla aportando 43 millones de dólares. Pero eso no acabó con los problemas.

Durante el desarrollo del Model S, iniciado en 2012, la historia volvió a repetirse. El lanzamiento se retrasó y Elon cayó de nuevo frente al problema de los costes: tuvo que despedir a una cuarta parte de la plantilla y a cerrar el centro operativo de Michigan. Darryl Syl, quien abandonó en ese momento su puesto como director de ventas, se marcharía de Tesla catalogándola de “infrafinanciada”.

Para ver los primeros beneficios habría que esperar un poco más; a la venta del 10% de las acciones frente a Daimler AG (lo que supuso un flujo positivo de 50 millones de dólares para Tesla), y la salida a la bolsa tecnológica NASDAQ en 2010. Musk conseguía con ese proceso 226 millones de dólares, colocando a la primera firma de automóviles en ese parqué desde 1956.

El resto ya es historia. La firma empezaría a estrechar acuerdos con otros fabricantes y a reducir su dependencia para la producción de los vehículos.

Esto, a pesar seguir sin conseguir generar beneficios. Musk saldó el 2010 y 2011 con pérdidas netas de unos 50 millones de dólares. ¿Funcionó su persistencia? Sí. En 2012 por fin se presentaron cuentas en verde, y desde entonces la salud de la empresa no ha dejado de mejorar.

En 2014 llegaría el Autopilot, en 2016 la compra de SolarCity por 2.600 millones y en 2019 la primera gigafactoría de China. El éxito de un modelo permitía el lanzamiento del siguiente. Del Model S se pasó al Model X en 2015 y al Model 3 en 2017. En 2019 llegó el Model Y y se presentó el prometedor y futurista Cybertruck.

Todo eso rodeado de una infraestructura de recarga propia, los “superchargers” o supercargadores. Ya hay casi 27.000 en todo el mundo.

La historia de Tesla es la de la vocación y el compromiso. Nadie creía en Nikola cuando llegó sin nada debajo del brazo a aquella Nueva York cosmopolita, y nadie valoraba a Musk cuando en 2003 prometía cambiar la industria del automóvil. No todos los que arriesgan ganan, pero ellos sí tuvieron la fortuna de hacerlo.

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