¿Las corbatas mejoran la productividad de las empresas?


Tiene un nombre más técnico y otras aplicaciones pero lleva presente en la sociedad desde hace casi 5.000 años. En la antigüedad, y durante muchos siglos, el uniforme sirvió para diferenciar clases sociales y remarcar ciertos valores, para instaurar el orden y garantizar el porvenir de determinados sistemas.

El profesor de historia Daniel Louzao sitúa su origen “entre el Tigris y el Éufrates, en la región de Sumeria de Mesopotamia”, donde surgió la escritura occidental hacia el 3.200 a.C. Descifrar aquellos registros han permitido conocer la existencia del kaunakes —una suerte de falda— o del traje persa, entre otras indumentarias.

Siempre que hablamos de sociedad hablamos de un determinado orden que se manifiesta en el ámbito público de una manera u otra”, explica a La Vanguardia el antropólogo del CSIC Josep Martí. “Se puede expresar mediante modificaciones corporales como tatuajes o escarificaciones, pero desde que llevamos ropa la manera más fácil de hacerlo es a través de ella”.

Cuando no había más que profesiones y relaciones tribales, las prendas eran el único medio para establecer identidades dentro de las comunidades. Más que la materialización del consumo que representan hoy, sostenían el orden social y las necesidades de intercambio. ¿Cómo se llega desde ahí hasta la sumisión del oficinista bajo la corbata?

Con la aparición del capitalismo, y especialmente el liberalismo social y económico, el uniforme se convirtió, primero en un distintivo burgués —para las nuevas clases pudientes— y después en un medio de consumación intangible para el creciente y saturado mercado empresarial. El traje se terminó imponiendo como una prolongación más de la marca.

Ha pasado de ser simplemente ropa de trabajo a ser parte de la imagen corporativa y la estrategia de mercadotecnia”, apunta Louzao. “Sobre todo en el área de las empresas de servicios, donde la excesiva competencia del mercado hace que el uniforme sea el primer contacto visual que el cliente percibe”.

El traje es marketing y, como cualquier otra herramienta competitiva, es objeto de estrategias y tácticas corporativas. Durante la segunda mitad del siglo XX esto era fácil de comprobar al ver multinacionales del sector servicios como McDonald’s, Blockbuster o Ikea evidenciando el valor de las prendas corporativas como componentes de la marca.

Para las consultoras y las empresas de cuello blanco, el traje mientras representaba mayoritariamente un objeto de control sobre los empleados: cimentaba las férreas normas de las oficinas y mantenía un status vital para triunfar en los negocios B2B. Ahora bien, llegó el siglo XXI, y como si fuera una tormenta tumbó esta segunda concepción del traje.

Casos como el del banco suizo UBS y su manual de casi 50 páginas en el que se detallaba desde la vestimenta hasta el peinado, el maquillaje o la alimentación que debían llevar los empleados, eran anécdotas de un tiempo pasado. ¿Qué había pasado en los últimos años?

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Tal y como explica Mary Lou Andre, fundadora de Organization By Design, “la vestimenta informal de negocios llegó al mercado a principios de los años 90, cuando la recesión provocó una gran cantidad de despidos”. En ese momento los trabajadores que quedaron en las empresas perdieron renta, calidad laboral y aumentaron su carga de trabajo.

Para las compañías lo importante era sobrevivir, y las políticas de vestimenta quedaron en un segundo plano. En Estados Unidos la marca Dockers —nacida en 1986— supo ver un importante nicho de mercado en esta nueva realidad, y pudo posicionarse como referente de una nueva forma de entender el uniforme. Empezaban a extenderse los polos, las camisas desenfadadas y los jeans de corte elegante.

La aparición de Internet a finales de esa década no ayudó a recuperar la corbata. Los códigos se volvieron aún más prosaicos y muchas empresas empezaron a adoptar como estándar el Casual Friday; un día de relajación en el que se permitía a los empleados vestir de manera más informal.

En los años 60 un grupo de fabricantes textiles (Hawaian Fashion Guild) se propusieron institucionalizar este viernes de camisa de colores y lanzaron para ello una campaña: Operation Liberation”, explica sobre su origen la Jefa de Protocolo del Ministerio de Industria, Comercio y Turismo, María de la Serna.

Regalaron dos camisas hawaianas a cada uno de los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado de Hawái. El inicio de esta tradición se fecha en 1966: Wilson P. Cannon, Jr., presidente del Banco de Hawái las empezó a lucir con regularidad en la oficina. Hoy en día es de uso habitual a diario”.

El Casual Friday era una concesión pero no una renuncia a los valores que históricamente se le han dado al uniforme. “El objetivo del look casual nunca fue el de sustituir al código de vestimenta tradicional propio de lunes a jueves”, explicaba por entonces Levi Strauss, la compañía detrás de Dockers.

El traje, en lugar de desaparecer, se había integrado en el zeitgeist desdibujando los límites de sus funciones. Para verano de 1997, explica William McPherson en “Dressing Down" in the Business Communication Curriculum”, el 83% de las empresas americanas ya tenían alguna política de vestimenta informal.

Durante los años siguientes la relajación llevaría a un “caos” estético que desinfló esta tendencia. Claro que, no la hizo desaparecer y eso permitiría su evolución. Del 2002 al 2006 las políticas de casual dress cayeron del 53% hasta el 38%. Y entonces aparecieron las gigantes del futuro.

Multinacionales como Facebook o Google tomaron el testigo y se aprovecharon del todavía palpable inmovilismo de los códigos de vestimenta para crear nuevos estándares. Era un antistablishment amable (sabedores de su posición como futuro estamento). Esa misma lucha “antisistema” ya era de por sí un valor de marca.

Frente al traje aburrido y opresor, vestir con una camiseta y unos jeans era modernidad. El efecto arrastre fue inevitable, y la corbata no tardó en quedar recluida a eventos concretos y empresas específicas. Incluso grandes firmas como Goldmand Sachs o JPMorgan empezaron a abogar por posturas intermedias como el Smart Casual.

Un uniforme no tiene por qué ser aburrido

Medio siglo antes de que la corbata se deshiciera, algunas empresas habían ya empezado a atisbar los vientos de cambio. “Si el traje es triste y gris, en lugar de eliminarlo mejorémoslo”. Eso es justo lo que pensó Iberia.

A partir de 1954 la aerolínea española empezó a contratar a diseñadores como Pedro Rodríguez, Elio Berhanyer o Adolfo Domínguez para crear sus propios uniformes de trabajo. Era la respuesta multilateral a la encrucijada del traje, la solución frente a:

  • Las cada vez mayores exigencias de comodidad enarboladas por los representantes laborales.
  • La necesidad que los negocios terciarios tenían de desligarse de la imagen militar y opresora del uniforme clásico.
  • Una creciente competitividad que reducía las plusvalías competitivas.

Con ello la aerolínea conseguía mantener el componente multiplicador de marca del uniforme sin renunciar a la comodidad que esgrimían como punta de lanza los defensores de su desaparición.

Un uniforme debe ser ante todo cómodo, que a su vez proteja al usuario y, además, pueda marcar tendencia”, explica Ana Buil, responsable de marketing de la desaparecida Joma’s Uniformes.

En la actualidad la conciliación entre la empresa y el trabajador en este frente ha permitido construir nuevos retos que nada tienen que ver con los estereotipos: el I+D desafía a la lógica apoyándose en la inspiración que grandes líderes como Mark Zuckerberg, Richard Branson o Steve Jobs dejaron y están dejando.

Una encuesta realizada por el banco británico First Direct en 2018 descubrió que solo uno de cada diez empleados lleva traje todos los días, y que un tercio apuesta recurrentemente por los vaqueros. Un 43% de los encuestados aseguraba que los trajes tradicionales ya no tenían cabida lógica en las oficinas modernas.

Las dudas que rodean a los uniformes y los códigos de vestimenta en 2021 son de tipo legal y estratégico: ¿los trabajadores con traje son más productivos? ¿influye la desaparición de la corbata en la gestión de la cultura corporativa? ¿cómo implemento una política capaz de adaptarse con el paso del tiempo?

La corbata en la encrucijada legal

Es una cuestión recurrente en muchas empresas que todavía siguen abogando por el uso del traje: ¿pueden obligarme a ponerme corbata?” “Confluyen aquí cuestiones tan dispares como la imagen, la seguridad, el poder de dirección empresarial o la libertad y dignidad del trabajador, pudiendo surgir incluso situaciones de discriminación”, alertan desde Lúquez Asociados.

La realidad es que la normativa española no se posiciona abiertamente en una u otra dirección. Solo hay mención expresa a la necesidad de un uniforme concreto cuando en la problemática está inserto el factor seguridad. Es decir, cuando la empresa se dedica a una actividad delicada que requiere protección.

En el caso de un deseo de proyección de imagen de marca entran en conflicto varios derechos tanto de la empresa como del trabajador:

  • Del trabajador: el artículo 18.1 de la Constitución (derecho a la intimidad personal y a la propia imagen) y el artículo 4.2 del Estatuto de los Trabajadores (respeto a la dignidad). “Puede ser que en ocasiones concurran otros derechos, tales como el derecho a la no discriminación por razón de género, a la seguridad laboral o a la libertad religiosa”.
  • De la empresa: el artículo 38 de la Constitución (derecho a la libertad de empresa), y los artículos 5 y 20 del Estatuto de los Trabajadores (obligación de cumplir las órdenes del empresario en el ejercicio regular de sus directivas, y cumplimentación del contrato y los convenios colectivos).

En la Constitución queda consagrado el derecho a la propia imagen de la persona, pero aquí surge otro conflicto, y es el derecho de la empresa a mantener la ‘imagen corporativa’, en especial cuando la actividad que se presta es de cara al público”, apuntan desde el bufete.

Teniendo todo esto en cuenta, el empresario tiene la potestad de fijar una política de vestimenta concreta, siempre y cuando no haga uso de ella de forma arbitraria (vulnerando algunos de los derechos básicos previamente mencionados). “Es por ello por lo que se recomienda que los aspectos sobre la vestimenta queden regulados mediante una política interna”.

En dicho caso, cuando la empresa impone el uso de la corbata el empleado ha de llevarla. “Si el trabajador acepta trabajar desde un primer momento en dicho régimen de indumentaria, que en nada atenta, limita o lesiona derechos como el del honor, dignidad o propia imagen del trabajador, no puede eximirse de su cumplimiento o solicitar el pago de la indumentaria”.

¿Lo tengo que pagar yo?

Por lo general sí. Con la normativa en la mano, Hacienda permite desgravar el gasto en uniforme siempre que este esté ligado íntegramente a la actividad laboral. Es decir, que un cocinero, un obrero o una enfermera siempre podrían ahorrarse el dinero invertido en la ropa cuando este no corre a cargo de la propia empresa.

A la hora de hacer cumplir sus obligaciones tributarias, estos trabajadores en Estimación Directa pueden anotar debidamente el coste de tales prendas. Eso sí, cumpliendo una serie de requisitos que recuerdan desde Sage:

  • Siempre con justificación de factura: la AEAT se muestra increíblemente exigente con las desgravaciones. Es algo que saben muy bien los autónomos y que pueden llegar a sufrir los empleados que recurran a la misma vía. Toda solicitud ha de ir acompañada de facturas.
  • Registrado en la contabilidad: anotada cada partida debidamente en las cuentas de la empresa. En grandes corporaciones puede resultar una tarea prácticamente imposible.
  • Cada gasto con su ejercicio: aunque existen excepciones, deberás incluir el gasto en el ejercicio en el que lo hayas realizado.

Teniendo esto en cuenta, basta con presentar el modelo 303 en la trimestral del IVA, el modelo 130 en la trimestral del IRPF o el modelo 390 y 190 para los anuales del IVA y el IRPF correspondientes. ¿Dónde está entonces el problema?

En el caso del traje resulta imposible demostrar que la vestimenta está atada exclusivamente al desempeño del trabajo. Esto es, que una camisa y una americana, pese a utilizarse para ir a la oficina, también puede portarse en cualquier otra situación ajena al puesto laboral.

En estos casos es ropa que se puede utilizar tanto para trabajar como para la vida privada, por lo que no se puede considerar el coste de esta como afecto al 100% a la actividad, y no se podría deducir”, zanjan desde el proveedor.

Por eso lo más recomendable es que el interesado negocie durante la contratación el coste del uniforme con la empresa; que se incluya en el Convenio firmado o que forme parte del salario en forma de complemento.

Cómo fijar una política de vestimenta

Una de las principales razones por las que la ley no entra a dictar directrices concretas sobre el uniforme de trabajo es porque cada situación demanda unas especificaciones distintas. No será igual un uniforme de una teleoperadora y una consultora tecnológica, o ni siquiera entre dos consultoras tecnológicas competidoras.

Por eso la responsabilidad de configurar el código de vestimenta es el propio empresario. Él tendrá que decidir qué ambiente laboral desea para su oficina, cuál es la cultura corporativa que preserva y si confía o no en los estudios empresariales sobre los efectos productivos del traje.

Redactar una política de vestimenta establece la norma y previene futuros problemas”, indica la asociación de recursos humanos SHRM. O lo que es lo mismo, si surge alguna desavenencia con un empleado, el dress code otorgará respaldo legal a la empresa para imponer su decisión.

Al margen del poder prescriptivo de las normas, el código de vestimenta también se utiliza para “promocionar valores, creencias y culturas corporativas, influenciando las actitudes de los empleados a través de las prendas”, el estudio “The impact of workplace attire on employee self-perceptions”. “La percepción, tanto propia como observada, termina convirtiéndose en la realidad de la empresa”.

Merece por tanto la pena dedicar tiempo y esfuerzo para crear la mejor política de vestimenta. Un paper publicado por el Central College ofrece consejos interesantes para lidiar esta cuestión:

  • Tantea el terreno: antes de dictar ninguna sentencia estudia los hábitos de tus empleados y trata de entender sus necesidades. Esto facilitará posteriormente la implementación de cualquier medida.
  • De forma progresiva: “llevar a cabo una transición muy abrupta podría tener un efecto negativo sobre la productividad de los empleados y sobre el presupuesto”, apostillan. Una idea interesante pasa por probar pequeños cambios y retornar al punto de salida si no funcionan.
  • Siempre con decisión: como cualquier otra norma, el código de vestimenta ha de publicitarse y dictarse de forma precisa y clara. Las reglas que van acompañadas de dubitación tienden a ignorarse con más frecuencia.
  • Deja claros los desincentivos: para que se cumpla correctamente, la política debe acompañarse de castigos. Es decir, que el incumplimiento de las ordines implique algún tipo de castigo más o menos grave.
  • Escucha y sé proactivo: los afectados de la medida son los empleados y por tanto será a ellos a los que tendrás que atender para perfilar el mejor código. “Sé capaz de explicar de forma razonable por qué son necesarios los cambios asociados a la política”.
  • Comunica con efectividad: todos los empleados tienen que ser conscientes de las expectativas de la empresa. La mejor manera de lograrlo es transmitiendo el mensaje a través del correo interno, una reunión general o la actualización del manual del empleado.

Coda: el eterno debate entre trajes y productividad

Es una rémora aún sin respuesta. Tradicionalmente se ha entendido que el uniforme trae orden y que este revierte positivamente sobre la productividad. Sin embargo, con el paso del tiempo y la contaminación del simbolismo del traje, fueron naciendo voces contrarias que apelaban a lo contrario por su efecto represor.

Algunos sostienen que permitir el uso de ropa informal en la oficina incita a los empleados a adoptar una actitud casual, lo que deriva en una ética de trabajo informal”, apunta el experto Andrew Jensen. “Otros defienden que permitirles vestir con mayor comodidad termina revirtiendo en una mejora de su confianza - y por tanto de productividad".

Algunos estudios como el de la Universidad de Argosy, Georgia, defienden que sí mejora el rendimiento, aunque no por sí mismo. En la productividad participarían tantas variables que resulta imposible aislar el traje como elemento determinante para la mejora de este indicador. Con lo que sí parece haber una correlación clara es con la comodidad de los empleados.

En ese sentido, un estudio de Stormline elaborado en 2017 determinó cómo el 91% de los encuestados creían que era más importante la calidad de las prendas que llevan que su ajuste con un código de vestimenta concreto. “Estarían más dispuestos a aumentar su gasto en ropa si tuvieran más opciones entre las que elegir”.

El aumento o no de la productividad dependerá, así, de lo alineado que esté la política con las necesidades de los empleados y con su comunicación respecto a los requisitos del sector y del negocio. Otra cosa es si hablamos de la retención del talento y de la fidelidad.

Y es que, tal y como señala el Financial Times a través de la revista CEO Today, la obligación de llevar corbata todos los días puede fomentar el abandono de objetivos entre algunos empleados. Eso por no mencionar las trabas ocasionarían en el departamento de Recursos Humanos.

Tener un código de vestimenta puede disuadir a los candidatos”, advierten. En 2017 una encuesta remarcaba que el 61% de las personas en busca de trabajo tenían una percepción negativa de las empresas que aplicaban políticas de este estilo.

Las corbatas tienen un efecto contextualizado sobre el rendimiento. La sociología recuerda, sin embargo, que para triunfar las empresas necesitan dominar el arte de la comunicación. Desde Yoigo Negocios podemos ayudarte a conseguir esas habilidades.

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