La financiación barata para las empresas: ¿ángel o demonio? Julio se reveló como un mes crucial para conocer las intenciones de los dos mayores bancos centrales del mundo. Y, aunque no ha sido el único movimiento vistoso en 2019, sí que ha hecho correr ríos de tinta en este año que toca a su fin.
Mario Draghi, entonces presidente del BCE, anunció en una cumbre política en Fráncfort que lanzaría un paquete masivo de estímulos en septiembre. Mientras tanto, la Fed rebajó los tipos de interés un 0,25% y dejó (ligeramente) abierta la puerta a seguir haciéndolo. Esta traca final de Draghi ha sido, para muchos, una salida ruidosa pero eficaz para paliar otra posible crisis. Para otros, un "bienvenida al infierno" dicho por lo bajo a su sucesora, la francesa Christine Legarde. A efectos prácticos, un esfuerzo más para frenar la recesión.
Todo parece indicar que la Fed y el BCE están actuando preventivamente. Es decir, disparan contra amenazas que todavía no se han materializado del todo por miedo a llegar demasiado tarde. El trauma de la crisis pasada, en la que los banqueros centrales fueron parte tanto del problema como de la solución, sigue presente. Nadie sabe cuánto durará ahora su respuesta.
A Draghi y su homólogo americano, Jerome Powell, les quitan el sueño, entre otros, el impacto combinado del enfriamiento del crecimiento en el segundo trimestre y la escasa inflación en Europa y Estados Unidos, la guerra comercial de Trump contra China, las posibles consecuencias del Brexit, las tensiones geopolíticas que agitan los mercados energéticos o la creciente fragilidad económica de los países emergentes. La incertidumbre no es buena para los negocios, y los reguladores creen que atravesamos un océano de incógnitas que podrían erosionar el crecimiento mundial. No son optimistas.
En estas circunstancias, las respuestas del BCE y la Fed pasan, en distintos grados, por abaratar la financiación o, dicho de otro modo, por los bajos tipos de interés. Hasta este verano, la Fed llevaba más de una década sin reducirlos y, hasta hace menos de un año, casi nadie hubiera esperado que el BCE no fuera a subirlos en 2019. La evolución económica tras la última crisis parecía vigorosa y, además, los banqueros centrales querían evitar los graves peligros que entraña el dinero barato para las empresas y la economía. Los mismos peligros que ahora vuelven a aflorar dictando muchas de las futuras conversaciones de 2020.
Los tipos de interés bajos hacen daño a los bancos. Hay que recordar que uno de los principales negocios de las entidades financieras consiste en invertir el dinero de las cuentas de sus clientes en depósitos a corto plazo y devolverles solo una parte de la rentabilidad que obtienen con ellos. La rentabilidad de esos depósitos a corto plazo sube y baja con los tipos de interés. Adicionalmente, cuanto más bajan los tipos, menos ganan los bancos prestando su dinero. ¿Por qué? Porque la diferencia entre lo que les cuesta conseguirlo y lo que les pagan sus clientes por prestárselo se reduce.
Los tipos bajos durante mucho tiempo también suele volverlos más frágiles y a veces reaccionan en contra de los intereses de las empresas. Si los tipos de interés son negativos, entonces los bancos pueden ofrecer menos créditos a las empresas o, como ya está sucediendo en la eurozona, cobrarles más por ellos. Los intereses son negativos cuando a los bancos les cuesta conseguir el dinero más de lo que muchos de sus clientes están dispuestos a pagarles por que se lo presten. Si los intereses son muy bajos pero no negativos, las entidades financieras pueden intentar compensar el impacto de unos márgenes de beneficios tan magros concediendo muchísima financiación a precios casi ridículos.
Eso no solo convertirá a muchas entidades en una especie de supermercados de descuentos con el dinero en oferta. También las volverá más descuidadas con los riesgos y, por eso mismo, más inestables. Si el objetivo es vender todo lo posible, ¿para qué desvelarse con la solvencia de los clientes? No hay tiempo. Los créditos se conceden a toda velocidad, la economía suele crecer con más alegría que antes (como un corredor dopado por los bajos tipos de interés) y las empresas cada vez chapotean más en el alquitrán de la deuda.
Naturalmente, las corporaciones ven que los créditos están ‘tirados’ de precio y que los bancos tienen todos los incentivos del mundo para decirles que sí a casi cualquier propuesta de financiación. Como el dinero vale tan poco, ahorrar pierde cada vez más sentido. Teniendo esas dos cosas en cuenta, parece absurdo no asumir riesgos impensables solo un par de años antes, invertir a lo grande, adquirir otros negocios, ampliar plantas industriales… y aprovechar los baratísimos créditos que les ofrecen los bancos para hacerlo. Con un poco de suerte, los tipos de interés rebajados inflarán el precio de los activos financieros e inmobiliarios que los negocios pondrán como garantía, y eso les permitirá endeudarse aun más.
Las firmas más competitivas verán que, con la gasolina de la financiación barata, los sectores menos productivos y los rivales más débiles vuelven a llenar sus pulmones de oxígeno. Eso no es una buena noticia para la economía, porque no sobreviven gracias a su productividad o la relevancia de su oferta para los clientes. Tampoco brillan, generalmente, por sus buenos salarios y empleos. Al fin y al cabo, su supervivencia está ligada, sobre todo, a la ‘mano amiga’ de los que deciden el precio del dinero.
La escalada de los activos financieros e inmobiliarios suele terminar siendo un problema para muchas compañías, sean o no competitivas. Los bancos centrales tienden a subir o bajar los tipos tomando como referencia, sobre todo, el crecimiento económico y la inflación. La exuberancia irracional de las bolsas o el ladrillo les preocupa menos. Como vimos en los años previos a la crisis pasada, la inflación moderada y los precios disparados de los activos pueden convivir durante años. No es fácil saber cuándo hemos atravesado el Rubicón de la burbuja de activos a punto de estallar.
Otro problema para las corporaciones es que cada vez tendrán que endeudarse más para adquirir otra empresa o un modesto bloque de oficinas. En paralelo, resultará cada vez más tentador especular con activos financieros o con el valor del suelo o el ladrillo que ser fiel a las fuentes de ingresos tradicionales. Es lo que les sucedió a muchos de los bancos internacionales que quebraron durante la crisis pasada, cuando engordaron enormemente sus divisiones de banca de inversión. En cuanto al resto de empresas, ¿para qué producir tornillos si se gana mucho más vendiendo terrenos o edificios? ¿Para qué emprender con una prometedora startup tecnológica si es mucho más rentable montar una cadena de inmobiliarias?
Así, poco a poco, la economía nacional dependerá cada vez más de un sector que, en algún momento, puede saltar por los aires y llevarse con él cientos de miles de empleos, empresas y riqueza por delante como una rambla espectacular.
Los bajos tipos de interés, normalmente, alimentan el crecimiento económico, sí, pero también la inflación. El dinero es más abundante y corre más rápido por la economía cuando los banqueros centrales toman determinadas decisiones. Esa abundancia y rapidez espolearán el consumo, el precio de la bolsa de la compra y el coste de la vida en general. Los salarios y las pensiones que estén indexados al IPC subirán casi inmediatamente, y aquellos que no lo estén, perderán poder adquisitivo. Los trabajadores sentirán que sus ingresos cada vez les dan para menos, y pedirán aumentos. Los costes de las empresas aumentarán.
Probablemente, lo más peligroso de los tipos de interés bajos, especialmente si se mantienen en ese nivel a largo plazo, es que su impacto es decreciente. Cuanto más se utiliza esta herramienta de política monetaria, menos eficaz resulta para estimular la economía. Por eso, cuando la economía no termina de arrancar o la incertidumbre no desaparece durante años, suelen ser necesarios nuevos estímulos y bajadas.
Cuanto más se acelera esta espiral, mayor suele ser la distorsión de las expectativas de las empresas, que asumen que el dinero barato es para siempre, que la burbuja de inmuebles y activos financieros nunca estallará y que es hasta beneficioso arrastrar una deuda descomunal, porque las condiciones de financiación son buenísimas y sus competidores hacen lo mismo. Lo que era una maratón olímpica ha degenerado en una carrera donde casi todos los atletas corren dopados. Peor aún: en esta competición cada vez serán menos los que creen que pueden ganar sin doparse.
Pero entonces, si los tipos de interés bajos pueden llegar a ser tan peligrosos para las empresas, ¿por qué parecen tan dispuestos a correr el riesgo los banqueros centrales de la Unión Europea y Estados Unidos? ¿Por qué han tomado este verano esas decisiones?
Probablemente, porque les preocupan más las incógnitas internacionales y lo que puede significar el enfriamiento de las economías europea y americana durante el segundo trimestre. Además, no esperan que los tipos bajos encarezcan o reduzcan sustancialmente el crédito, ni que las entidades financieras provoquen una burbuja ‘regalando’ la financiación. La amenaza no es tanto que los precios se disparen, sino que no vuelvan a crecer saludablemente. Por si esto fuera poco, en Washington saben que las empresas europeas están compitiendo con las americanas de la mano de una financiación más barata. La primera potencia mundial lleva subiendo los tipos desde diciembre de 2015 y la eurozona no ha hecho lo mismo. La Fed iba a reaccionar, en algún momento, ante el doping de sus adversarios.