La década de 1980 y 1990 no solo fue la de la revolución informática a nivel empresarial. La experiencia de las décadas anteriores, la incipiente globalización y el avance tecnológico creó también el caldo de cultivo para la aparición de decenas de estudios y corrientes de pensamiento centradas en la reconstrucción de los pilares metodológicos y estratégicos que sostenían a las compañías.
A los costes de transacción de Ronald Coase de entreguerras le seguirían los enfoques gerenciales de William Baumol y compañía, la postura conductual de Herbert A. Simon y la Carnegie School de los años 50 y 60. Peter Drucker, Douglas Mcgregor, incluso Abraham Maslow; el trabajo teórico de esos años construyó la base sobre la que se asentarían las teorías empresariales modernas. Postulados que Lladró inscribió y anticipó de forma natural.
Juan, José y Vicente Lladró crearon a mediados de siglo la que sería una de las principales compañías españolas abanderadas del aperturismo y la rotura de clichés culturales. Lo hicieron sin pretender nada más que desafiar a la misma industria europea que tres siglos antes había logrado desbancar al gigante asiático en el arte de la porcelana.
En el camino, los emprendedores terminaron construyendo una de las empresas familiares más influyentes y exitosas de las últimas décadas. Por sus departamentos corría el liderazgo transformacional, sus trabajadores portaban la cultura férrea de la marca, y los valores de la familia acabaron fusionándose con los del negocio. Y sin embargo, ni todo ello junto logró salvar a Lladró de la quiebra.
Las desavenencias clásicas entre la segunda generación y la incapacidad de adaptación estratégica, marcó un punto de inflexión tras los atentados del 11-S, que hundió a la antaño exitosa empresa en una crisis irremediable. En 2017 esa situación terminaría dando lugar a la disolución de la naturaleza familiar que sustentaba a la marca, y a su venta del 100% de las acciones al fondo español PHI Industrial.
No se trató de una decisión improvisada. La sociedad arrastraba más de 38 millones de euros de pérdidas, y poseía un stock de figuras sin vender valorado en otros 30 millones. En 2016 la junta se vio empujada a despedir al 40% de la plantilla y a reducir paulatinamente su producción hasta el pronosticado fin del imperio blanco. ¿Cómo se había terminado llegando a esta situación?
Más allá de decisiones estrategias erróneas puntuales, la historia de Lladró deja dos posos de los que aprender: uno enfocado en las virtudes y los éxitos de sus primeros años, y otro en los errores que acabaron por derrumbar los esfuerzos originales de los tres fundadores.
Juan, José y Vicente comenzaron a dar sus primeros pasos en el mundo de la porcelana en 1953. Lo hicieron trabajando en un horno moruno construido en su propia casa familiar de Almácera (un pequeño pueblo de Valencia), valiéndose de los conocimientos que ya poseían de sus trabajos en una fábrica de azulejos y vajillas cercana a la localidad.
Los hermanos Lladró no pretendían canibalizar el sector, sino solo despojarlo de los atributos aristrocráticos que había ido acumulando con el paso de los siglos. Era la traslación a este preciado material del enfoque estratégico que muchas décadas después seguiría Ikea con la decoración o Zara con la moda: la democratización de la porcelana.
Así, aunque la inspiración partía de referentes asentados como Meissen, Sèvres o Capodimonte, los temas y las técnicas perseguían el acercamiento al “pueblo”. Esto suponía replantear no solo el target tradicional de la industria, sino también los procederes y el conocimiento acumulado de varios milenios. Y es que, para dar un golpe en la mesa, era necesario redefinir los tres pilares que siempre habían marcado el rumbo histórico de la porcelana:
Lladró echaba a andar con técnicas heredadas, recurriendo a colores intensos que precisaban de varias cocciones. El resultado era de calidad, y los temas cotidianos escogidos acercaban a los hermanos a su propósito principal, pero los costes no acompañaban a ese ejercicio de humildad artística. Las escenas costumbristas de las figuras, no obstante, permitieron a la empresa crecer en la península.
El carisma y la autenticidad de la propuesta dotó desde un primer momento de personalidad a la marca, en una España de posguerra que buscaba referentes empresariales de éxito a escasos años del aperturismo que rompería con los esquejes de la autarquía del régimen. Los hermanos supieron aprovechar esta base para crecer y diversificarse, no sin problemas.
Lladró finalizó 1955 con 295.000 pesetas de inventario, y 1956 con casi 500.000. Al año siguiente rozarían el millón, anticipando el primer ejercicio en el que por fin comenzarían a generar beneficios reales: 1958. Meses antes había fallecido la madre de la familia, un referente que marcaría a Juan, José y Vicente durante toda su carrera, y cuyo mantra familiar explicaría el fracaso posterior de sus nietos: “manteneos unidos”.
En el mismo 1957, los hermanos abrieron la primera tienda propia en una de las calles del centro de Valencia, y comenzaron a viajar para visitar ferias nacionales e internacionales del sector. Comenzaban a multiplicarse los proveedores y las solicitudes, en clara muestra del buen rumbo del negocio.
En 1959 el crecimiento de proveedores y de demanda llevaría a los emprendedores a trasladar la sede de a una nave industrial de Tavernes de Blanques —un municipio vecino—, para así poder responder a las peticiones y el volumen de negocio infraestimado que manejaba el proyecto. Lladró estaba por fin preparada para derribar la última barrera de su democratización albar.
El inicio de los años 60 marca el punto de partida de la cultura de innovación y la internacionalización de Lladró. La marca comenzó a incluir la palabra “Spain” en su logotipo como una muestra explícita de la vocación expansionista de los hermanos. Sin embargo, Juan, José y Vicente sabían que antes debían terminar de materializar el propósito de la compañía.
La deriva del proyecto había sido vertiginosa, y todas las facetas de la empresa mostraban tendencias positivas, pero la euforia estaba emborronando la prioridad principal de los fundadores. La nueva década pone punto final a la etapa técnica de transición y evaluación en la que los hermanos se habían dedicado a experimentar, e inscribe el inicio de la creación de un estilo propio.
Lladró abandonaría los colores intentos típicos de la tradición europea a fin de alcanzar el abaratamiento necesario que acercase las piezas al público general. ¿Pero cómo? Apostando por tonos pastel, y por una técnica que sería crucial en el éxito de la compañía: la monococción.
“Este método precursor permite reducir la triple cocción tradicional a una única cochura, con la que se consigue el acabado cristalino y las tonalidades pastel propias de las obras Lladró”, recoge el repaso histórico de la misma compañía en su web oficial.
Se eliminaban dos de los horneados necesarios para fijar las tonalidades más intensas a las piezas, y se reemplazaban las acuarelas con óleos más interesantes desde el punto de vista financiero. Con todo ello terminó apareciendo la posibilidad de bajar los precios y de poner los pies en un mercado con millones de consumidores.
“A mi padre le dijeron que con ese estilo no se podría ganar nunca dinero”, confiesa María Lladró, hija de Juan y Consejera y Ejecutiva de la empresa desde los años 90 hasta su venta. Como cualquier otra disrupción importante, “necesitaba tiempo y maduración” para funcionar, y lo terminó haciendo, con la consecución de un valor competitivo que respondería al impulso nacional e internacional de la marca.
“Esa búsqueda de estilo y bajada de precios se trabajó hasta que se conectó con el corazón de las personas”. Era lo que W. Cham Kim y Renée Mauborgne acuñarían en 2005 como “estrategia de océano azul”; la búsqueda de nuevos nichos de mercado a través de la innovación. Es decir, la rotura de los límites establecidos del mercado —denominados océanos rojos— para sembrar nuevos terrenos sobre los que crecer.
“Vinieron a buscarnos”, recuerda José Lladró en su biografía publicada en 2004. La empresa daría el salto a Estados Unidos como paso natural a la exportación creciente que venían manteniendo con Canadá. El país de las barras y las estrellas terminaría suponiendo un tercio de la facturación total de la compañía, y acrecentaría los incentivos para innovar.
A partir de 1965 la proyección internacional de la firma fue prácticamente imparable. Lladró contaba con una imagen bien definida, un valor objetivo y rentable y un propósito sostenible a largo plazo. Para sostener esta estructura, los hermanos fundaron la Escuela de Formación Profesional en la recién creada Ciudad de la Porcelana; un complejo con fábricas, oficinas y zonas de recreo para los trabajadores.
Ahí además instruir a los futuros artistas de la firma, guiados por los valores de la familia, se reafirmaba el compromiso de la dirección con todos y cada uno de los stakeholders. “La confianza crea espacios de trabajo en los que se vive mejor y en los que se es mucho más rentable”, apunta María.
Paralelamente, el colchón de recursos y apoyos logísticos permitió a la compañía alejarse de las piezas de loza para experimentar con otros materiales y diseños. Su esencia seguía anclada al costumbrismo y la democratización del arte, pero el enfoque comenzaba a ensancharse buscando añadir percentiles altos. Así, por ejemplo, aparecen piezas que imitan el trabajo de la Royal Copenhaguen, asociada al lujo.
A partir de 1970 Lladró comienza a exportar a Japón y termina de reafirmar su poderío en Estados Unidos. Al tercer año de la década reúnen el capital suficiente para adquirir el 50% de la empresa autóctona Weil Ceramics & Glass, y logran aprovecharse de una red de proveedores y tiendas ya consolidadas en dicho mercado. Lladró seguía creciendo tanto en números como en complejidad y calidad técnica.
Es en esa época cuando se incorpora el gres como materia prima, abriendo “una línea creativa y unos acabados idóneos para desarrollar esculturas de gran formato”. Aparecen multitud de series cortas protagonizadas por jarrones de corte asiático, y se asienta una luminosidad aclamada que daría pie a la exitosa colección Élite (piezas con un característico azul brillante).
Con la llegada de los años 80 se produce el fenómeno más importante de la historia de Lladró, y el evento que marcaría su caída futura: el relevo generacional. Los hijos de los fundadores entran en el consejo ejecutivo con la misión de intensificar la vocación internacional de la compañía. En la hoja de ruta de la firma aparecen Australia, China y otros tantos países, y se funda la Sociedad de Coleccionistas de Lladró.
También se da inicio a un proceso de diversificación que creó espacio para que la compañía probara suerte en sectores como el agroalimentario —con fincas en Castilla-La Mancha y plantaciones notables de cítricos en Valencia— el inmobiliario —con Sociedad Rosal— o el de la importación —con una gran apuesta por el cacao Natra— entre muchos otros.
Para ese entonces la marca era ya un símbolo de calidad, familia y valores humanos. Los hermanos habían logrado convertir su proyecto en una pieza cultural más de varias generaciones de españoles, y en un sinónimo de honor y lujo para millones de clientes extranjeros. De tal éxito habría de nacer el reconocimiento. Algo que sucedería el 18 de septiembre de 1988.
Fue ese día cuando se inauguró el Museo y Galería Lladró en la calle 57 de Manhattan, Nueva York, y cuando se fundó en el continente oceánico la fundación Lladró USA y Ordal Australia. En 1991 el Museo Ermitage de San Petesburgo expondría una selección de esculturas de la firma, y en los años posteriores se abrirían en Madrid, Los Ángeles, Las Vegas, Tokio y Sidney diferentes tiendas dedicadas a la exposición y el culto hacia la marca.
A nivel nacional la empresa llegó incluso a recibir el Premio Príncipe Felipe a la Internacionalización en 1993, a la Competitividad en 1997 y de Marca Renombrada en 2001. Estos galardones, junto a la colección Inspiration Millenium y el programa de fidelización Lladró Privilege, supusieron el culmen de Lladró y también el inicio de su declive.
El atentado de las Torres Gemelas marca el inicio del desastre que terminaría fraguándose en 2017. No porque afectara directamente a Lladró, sino porque imprimió la separación entre el mundo antiguo y el nuevo. “La empresa no se transformó correctamente”, explica María como una de las causas del fracaso. En realidad, el problema se venía arrastrando de años atrás.
Los hijos de Juan, José y Vicente que entraron a los órganos directivos en 2003, no hicieron sino materializar de forma ferviente las diferencias de enfoque y pensamiento estratégico que los hermanos habían conciliado a fin de mantener el deseo de su madre y de proteger la cohesión del negocio. Se gestaron posiciones antagónicas que en 2007 terminaron por fragmentar las tres ramas familiares.
En opinión de María —cuya opinión está inevitablemente sesgada por su implicación en el conflicto—, por un lado estaban aquellos que entendían a Lladró como la marca de culto que fue en sus primeros años, y por otro los que la interpretaban como una marca de lujo más cercana al concepto de Meissen y el resto de firmas europeas, a las que se trató de desbancar con la exitosa democratización de la porcelana.
¿Quién tenía razón? Podría entenderse como acertada la visión que asociaba el costumbrismo y la creación de vínculos emocionales al ADN fundacional de la compañía. No obstante, el perfil exclusivo del negocio había dominado las decisiones de los últimos años también con grandes resultados. El error, como bien afirma la hija de Juan, estuvo más bien en la falta de acuerdo.
Lladró pasó años cuidando su cultura empresarial, pero a medida que crecía se olvidó de gestionar la cultura familiar de la que dependían los crecientes y cada vez más complejos intereses de los hermanos. “La empresa familiar evoluciona cuando evoluciona la familia”, sostiene María. Y esta se fragmentó en un proceso invisible que no pudo remediarse cuando fue realmente necesario.
"En realidad no ha pasado nada importante, pero ha pasado de todo” apuntaba una figura interna de la sociedad en el momento de la venta. “Yo creo que la clave ha estado en la incorporación de las nuevas generaciones, no siempre el apellido acompaña la valía profesional, y eso hay que saber verlo”.
La misma receta que llevó a la precursora de la porcelana al éxito, la sumió en la derrota más desconsoladora.
El poder de la empresa familiar en un mundo dominado por corporaciones asépticas es indudable, pero su potencial requiere de una gestión sutil y continuada que no todos los empresarios y emprendedores son capaces de mantener a lo largo del tiempo. Si quieres seguir conociendo más historias como la de Lladró, llama al 900 676 535 o visita nuestra web, y hazte con las mejores herramientas de Yoigo Negocios para tu proyecto.